Psicologo
Jalgari27 de Agosto de 2012
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¿En qué consiste la aceptación?
José Alberto Garza del Río
El cambio consiste en aceptar lo que somos.
Ricardo Peter
El perfeccionismo repudia la gratuidad del amor.
Antes de abordar directamente en qué consiste la aceptación real, tal vez habría que considerar primero que cosa no es la aceptación.
En ocasiones cuando alguien escucha que es necesario aceptar nuestra condición falible, nuestros errores, nuestra impotencia, nuestro límite, o aceptar los límites de otros, las fallas, los errores, el alcoholismo del marido, la drogodependencia de un familiar, la infidelidad del cónyuge, etc., cosas que no nos agradan, viene la tentación de entender que aceptar significa contemplar aquello como “aceptable”, es decir, como si fuera algo con lo que debo estar satisfecho o incluso sentirme contento, y evidentemente eso sería insensato. Por eso en la aceptación:
«no se trata de un pasivo y débil padecer todo, sino que se trata de ver la verdad y de disponerse a considerarla, resueltos naturalmente a la fatiga y, si es necesario, a la lucha por ella» (Guardini, 2001)
Aceptar no significa mediocridad o cinismo. Aceptar no significa tolerar el mal. Aceptar no significa que una mujer deba sentirse satisfecha porque su marido la golpea, o por que su hijo consume drogas, aunque le convenga aceptarlo. Aceptar no significa conformarse con ello, no significa actuar como si aquello no existiera o no tuviese importancia. No es someterse como esclavo.
«La acción de aceptación es una actitud que arranca desde lo más profundo del hombre y que no implica sumisión, resignación, complacencia, dependencia o algún tipo de capitulación o derrota. La aceptación no tiene carácter de vasallaje. La aceptación no doblega a quien la practica como sucede con la conformidad, la sumisión o la obediencia.» (Peter, 2002).
La aceptación no es indiferencia. De hecho hacer como que algo no existe, o “resignarse” (entendido como claudicar), en el sentido de cruzarse de brazos, no es aceptar. Porque puedo adoptar una actitud pasiva ante aquello que se me presenta a causa de una negación, y en esta negación va implícito el rechazo.
Aceptar implica el acto contrario de coraje. Aceptar implica un acto más profundo que el simple hecho de constatar con los ojos o con el pensamiento “esto es así”. Este acto es necesario y le precede, pero no es suficiente para decir que hemos aceptado.
Pues de hecho muchas veces decimos “esto es así” y no hemos aceptado de manera verdadera. Aceptar significa “comprender”. Y comprender significa abrazar aquella realidad, significa tomarla en nuestras manos para dar una respuesta a aquello que hemos contemplado como “esto es”. Entonces para aceptar en verdad es necesario un acto más profundo que el simple discurrir lógico que dice “esto es”...
«ya que no es de ninguna manera obvio que nosotros aceptamos intimamente con prontitud de corazón aquello que es...» (Guardini, 2001).
Abrazar la realidad tiene un tinte afectivo, no sólo cognitivo. Se acepta con el corazón, no con un silogismo, con una idea o con un discurso racional. Es un acto de conciencia afectiva que acoge este aspecto o trozo de lo real que se me presenta como un objeto ante lo cual he de responder.
La aceptación genuina supone el hecho de aceptar aquello que es, y “aquello que es” pasa por el hecho de aceptar, en primera instancia, “aquello que es en mí”. Y aquello que es en mí conlleva también la aceptación de la experiencia afectiva que en mi se suscita ante la constatación de aquello que es.
Decíamos que aceptar implica una respuesta, sin embargo no implica cualquier tipo de respuesta, sino sólo cierto tipo de respuesta.
Por que no puedo no responder. Mi pasividad o mi conformismo ante aquello que se me presenta es ya un tipo de respuesta, una elección frente a ello. No “hacer nada” es ya hacer algo. Pero este no hacer nada implica que he elegido tratar aquello que existe como no existente. Por que mi postura de fondo es “querer no ver”.
En la acogida de lo real como es, la aceptación capacita al hombre para mirar con otros ojos. Nos faculta para un movimiento de libertad que conlleva el adueñamiento de aquello que verdaderamente estamos acogiendo como lo real. Este acto permite que seamos un poco más libres para decidir como responder ante aquel aspecto de lo real. Por eso la «aceptación es más bien una forma de superación... la aceptación enaltece» (Peter, 2002).
En un sentido más profundo, la aceptación de lo otro y del otro, supone la aceptación de sí mismo. En la aceptación de sí mismo se encuentra ya un acto ético que dispone a otros.
«El principio de cualquier propósito y conquista moral esta en el reconocer aquello que es; incluyendo los errores y los defectos. Solamente si decido lealmente llevar el peso de mis defectos, alcanzo la seriedad y sólo en un segundo tiempo puedo entonces comenzar el trabajo para la superación» (Guardini, 2001).
La aceptación de aquello que es, sobretodo empezando por sí mismo, es una experiencia de naturaleza esencialmente intuitiva, es decir, emocional. Y produce en el hombre una especie de paz reveladora a causa de la experiencia de la verdad. Esto, a su vez, a causa de que en esta verdad se constata la consistencia ontológica que le es connatural. La aceptación es la suave alegría de la verdad. «De esta manera, a través de la “aceptación de sí mismo” el hombre honra su condición limitada. Simpatiza con su ser frágil y quebradizo» por que «es un estar de acuerdo consigo mismo» (Peter, 2002).
Extrañamente en un sentido de mayor altura, la aceptación de sí mismo, pasa, en última instancia, por la aceptación del Fundamento de sí mismo. Que es Otro.
De repente parece algo extraño hablar de aceptación de sí mismo, parece algo que simplemente con considerarlo se da y basta. Como si fuera algo espontáneo. Sin embargo debemos considerar que el hombre se lanza hacía sueños de lo que desearía ser, utiliza máscaras, disfraces, juega. En estas actividades se evidencia la pretensión de escapar de aquello que es.
De ahí que si vemos un poco más a profundidad en la experiencia que el ser humano tiene de sí mismo nos topamos con que no es del todo obvio, pero si real, que existe precisamente la «náusea de sí mismo, la protesta contra si mismo» como decía Guardini.
La aceptación de sí mismo es el primer paso (lógico) para acceder al amor a uno mismo, que supone un obrar moral de gran altura.
«La autoaceptación significa que estoy de acuerdo en existir, en sentido puro y simple», sin estar poniendo condiciones ahí donde en el don de la existencia nadie me puso condición alguna para existir. Aceptarme significa aceptar el don de existir tal como se me ha dado (Guardini, 2001).
Entonces paradójicamente la autoaceptación me remite a la aceptación de una realidad que me trasciende. No puedo ser capaz de aceptarme a mi mismo si permanezco encerrado en mí y no me abro a la aceptación que el Donador del ser a hecho primero de mí, precisamente en la donación que del ser me ha hecho.
Esto implica una mirada a la profundidad de la experiencia interior, que no supone, de entrada, la adhesión a ningún credo particular, sino sólo a la evidencia de la realidad misma que para que sea evidencia verdadera debo tocarla en la profundidad del corazón humano. Y esta evidencia es una evidencia que se me revela por medio de mi realidad afectiva superior, en otros términos, mi afectividad profunda, mi sentir más hondo.
Pues se puede aceptar con la razón que exista una “causa incausada de todas las causas” por que tiene lógica, pero no puede ello llevarme a aceptarme a mi mismo desde aquel seco discurso, sino sólo desde el abrazo que hace la intuición del corazón de aquella realidad que supone para mí una grandísima diferencia capaz de transformar la vida.
Por último, la persona de San Francisco de Asís sirve de ejemplo para considerar el potencial que la autoaceptación tiene. La autoaceptación pasa por la aceptación de nuestra pobreza en el ser. Habría que decirse que desde una visión perfeccionista, racionalista... resulta contradictorio, incoherente que un “straccione” (harapiento), un mendigo, un “pobre diablo” como Francesco rece de la siguiente manera:
«Oh Divino Maestro, que no busque ser
consolado sino consolar;
que no busque ser amado sino amar;
que no busque ser comprendido sino comprender»
Pero su capacidad para orar así, resulta de que se volvió a su propia pobreza, no sólo material (que era símbolo de la existencial), sino a su pobreza en el ser. Se hizo pobre porque acogió su indigencia. Y ahí se elevo a un nivel aún más humano que le permitía orar de esa manera, lo ponía en una postura como la del padre del hijo pródigo.
El padre del hijo pródigo
La imperfección es la herida que permite a Dios entrar
Ernest Kurtz
Podríamos decir que el padre de la parábola del hijo pródigo es el paradigma del acto más humano que podemos cumplir. Su primer mensaje es “essere povero non è una colpa”. Es en la misericordia del padre que se cumple algo divino, y al mismo tiempo algo muy humano, por eso es la misericordia
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