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Alicia RUiz

gabywilliams25 de Abril de 2015

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Derecho, democracia y teorías críticas al fin del siglo

Alicia E. C. Ruiz

1. Hoy están en crisis los conceptos de ciudadanía, de tolerancia, de igual- dad, de soberanía, y como bien lo señala Capella, las disfuncionalidades de las instituciones representativas y la disipación de la voluntad democrática no son sólo un símbolo de la obsolescencia del Estado de la modernidad, sino también de la inadecuación de las categorías filosófico-jurídicas acuña- das desde los siglos XVI y XVII. (Capella, 1993).

El develamiento de las ficciones, las tentativas de redefinir las nociones de libertad, igualdad, derecho, justicia, democracia, la deconstrucción de las categorías cristalizadas, la reasignación de sentidos a través de los cuales el derecho opera en los más diversos aspectos de la vida social, implican una intervención política desde la especificidad de lo jurídico. Buena parte de esa intervención compete a los jueces y a los juristas, mal que les pese a algunos y aunque quieran negarlo.

Si se quieren ensayar prácticas distintas, ya sean teóricas o judiciales, habrá que explicitar la relación entre el derecho y la democracia, sin lo cual difícilmente la actuación de los juristas o la de los jueces supere el límite de las buenas intenciones o la repetición del discurso iluminista que, en los días que corren, sólo es expresión de sorprendente ingenuidad o de descarnado cinismo.

Una sugerente pregunta de Jacques Derrida acerca de lo que hacen los jueces, y una lúcida advertencia de Norberto Bobbio aluden, desde lugares y filosofías bien diversas, a esta problemática cuestión.

“¿Cómo conjugar –dice Derrida– el acto de justicia que debe referirse siempre a una singularidad, individuos, grupos, existencias irremplazables, el otro o yo como el otro en una situación única, con la regla, la norma, el valor, o el imperativo de justicia que tienen necesariamente una forma general? Dirigirse al otro en la lengua del otro es la condición de toda justicia posible, pero esto parece rigurosamente imposible...” (Derrida, 1989).

“Para superar el modelo es necesario tener conciencia de la diversidad y comprensión del tiempo histórico”, anota Bobbio.

El encargado de administrar justicia debe realizar la conjunción entre lo singular y lo general, hacer lo imposible. Quien es juez y sabe de esta imposibilidad puede negar ese saber, conformarse con aplicar mecánica- mente la ley, el precedente, la doctrina y tranquilizarse diciendo que actúa “conforme a derecho”. O puede hacerse cargo de la angustia que todo acto de juzgar supone y procurar lo imposible (Cf. Ruiz, 1995). El teórico del derecho que emprende el camino asumiendo las consignas que propone Bobbio, “conciencia de la diversidad” y “comprensión del tiempo histórico”, no se contenta con manipular normas, convencido de que allí se agota su actividad.

La dimensión de la función judicial que está implicada en el interrogante derridiano y la senda que el pensador italiano nos insta a seguir, no serán descubiertas por quien no cambie su mirada teórica, y no esté dispuesto a superar los obstáculos epistemológicos que han convertido a los juristas en una especie de tribu endogámica en el campo de las ciencias sociales. La teoría que formule un cuestionamiento profundo del derecho, la justicia y la política, y trastoque el mundo conceptual de lo jurídico, será una pieza valiosa en el proyecto de profundizar el orden democrático, tornándolo más plural y más participativo.

Lo que sigue es una breve referencia al modo en que ciertas perspectivas teóricas han procurado, ya cerca del fin del siglo, hincarle el diente a esta cuestión.

2. Las teorías críticas se preguntan acerca de los temas omitidos por el pensamiento jurídico que va de Ihering a Kelsen, pasando por Weber. Al hacerlo, producen una ruptura de carácter epistemológico porque abandonan un modelo explicativo y lo sustituyen por un modelo dialéctico- comprensivo.

Ese modelo explicativo subyace tanto al naturalismo como al positivismo, en cualquiera de sus variantes. “Los grandes paradigmas jurídicos de la modernidad no sólo tienen una visión matematizante como común fundamento (del modelo hobbesiano de la demostratio al de la axiomática kelseniana), también coinciden en la absolutización de lo jurídico, cuya naturaleza histórica escamotean, con fundamento en Dios, en la naturaleza, en la Razón en el primer caso, o con fundamento en una hipótesis gnoseológico-trascendental, una norma de reconocimiento o una ficción, en el otro” (Cárcova, 1996).

Los críticos, en cambio, comparten la idea de que la ciencia del derecho interviene en la producción de su objeto y lo construye, en tanto lo explica mediante categorías y conceptos. Así, participa en la realización de las funciones sociales que le atribuye y fundamenta las ficciones que lo estructuran. Para dar cuenta del derecho, dicen, no basta con ceñirse a sus aspectos normativos. Hay una serie de discursos jurídicos típicos “como la ley”, que preceden a otro conjunto de discursos que versan sobre los primeros, como la ciencia o la doctrina, y que sólo en apariencia se limitan a la descripción de los primeros.

Los críticos oponen a un concepto reduccionista del derecho, que lo presenta como pura norma, la concepción que lo caracteriza como una práctica discursiva, que es social (como todo discurso), y específica (por- que produce sentidos propios y diferentes a los de otros discursos), y que expresa los niveles de acuerdo y de conflicto propios de una formación histórico-social determinada.

El derecho es un discurso social, y como tal, dota de sentido a las conductas de los hombres y los convierte en sujetos. Al mismo tiempo opera como el gran legitimador del poder, que habla, convence, seduce y se impone a través de las palabras de la ley. Ese discurso jurídico instituye, dota de autoridad, faculta a decir o a hacer. Su sentido remite al juego de las relaciones de dominación y a la situación de las fuerzas en pugna, en un cierto momento y lugar.

El derecho legitima al poder en el Estado, y en todos los intersticios de la vida social, a través de la consagración explícita de quienes son sus detentadores reconocidos. También lo hace de manera más sutil, cada vez que dice con qué mecanismos es posible producir efectos jurídicos. Sólo algunos, y bajo ciertas condiciones, podrán contratar, reconocer hijos, contraer matrimonio, acceder al desempeño de ciertos cargos y aun matar y morir legalmente. Cada vez que el derecho consagra alguna acción u omisión como permitida o como prohibida, está revelando dónde reside el poder y cómo está distribuido en la sociedad.

Se trata de un discurso que, paradojalmente, al tiempo que legitima las relaciones de poder existentes, sirve para su transformación. De un discurso cargado de historicidad y de ideología, pero que no reproduce en forma mecánica la estructura de la sociedad. De un discurso que deposita en el imaginario colectivo, las ficciones y los mitos que dan sentido a los actos reales de los hombres. De un discurso que remite para su comprensión al poder y, en última instancia, a la violencia. De un discurso que incluye a la ciencia que pretende explicarlo. De un discurso que es en sí mismo dispositivo de poder. Que reserva su saber a unos pocos, y hace del secreto y la censura sus mecanismos privilegiados. (Cf. Ruiz, 1991).

La estructura del discurso jurídico, que articula diversos niveles, encubre, desplaza y distorsiona el lugar del conflicto social y permite al derecho instalarse como legitimador del poder, al que disfraza y torna neutral. Como advierte Foucault, “el poder es tolerable sólo con la condición de enmascarar una parte importante de sí mismo. Su éxito está en proporción directa con lo que logra esconder de sus mecanismos... Para el poder el secreto no pertenece al orden del abuso, es indispensable para su funcionamiento”.

El discurso del derecho es ordenado y coherente. Desde ese orden y esa coherencia genera seguridad y confianza en aquellos a quienes su mensaje orienta. Es un discurso peculiar, que aparece como autosuficiente y autorregulado en su producción, y crea la impresión de que su origen y su organización sólo requieren de la razón para ser aprehendidos, y que su modo de creación y aplicación depende exclusivamente de su forma.

Es un discurso que, en una formidable construcción metonímica, exhibe uno de sus aspectos como si éste fuera la totalidad. Lo visible es la norma y, por ende, el derecho es la “ley”. Esta equívoca identificación del derecho con la Ley necesita ser asumida en toda su magnitud. No es por error, ignorancia o perversidad que el sentido común y la teoría jurídica han coincidido tantas veces en la historia de la ciencia y de la sociedad, en esa identificación del derecho con la ley, y en la posibilidad de pensarlo separado de lo social y de lo ideológico. (Cf. Ruiz, 1991).

Los críticos cuestionan la tradición teórico-jurídica que enfatizó los aspectos formales del derecho, olvidando sus aspectos finalistas; que desconoció el fenómeno de su historicidad, de su articulación con los niveles de la ideología y del poder; que negó toda cientificidad a un análisis de la relación entre derecho y política. Sin embargo, no dejan de advertir que es la propia estructura del discurso jurídico la que enmascara y disimula el poder, y habilita las interpretaciones que garantizan ese ocultamiento y que contribuye a la preservación de la relación entre derecho y poder.

Las reglas de producción

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