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Chile

constanzakirmayrTrabajo27 de Septiembre de 2012

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En Chile, las nuevas posibilidades de crecimiento económico, en las últimas décadas del siglo XIX, produjeron una constante migración del campo a la ciudad. En 1875, la población urbana chilena alcanzaba a 725.545 habitantes, los que pasaron a 1.240.353 en 1895. Esta concentración de población en las ciudades transformó la fisonomía demográfica del país y fue el inicio de un constante proceso de urbanización.

En los inicios de este movimiento migratorio, la población que se trasladaba de las áreas rurales a las urbanas constituyó una potencial fuerza de trabajo para la industria, la minería y los servicios que apoyaban estas actividades. Además, fue un mercado consumidor de productos manufacturados y comestibles que dinamizó el comercio interno. Sin embargo, provocó una variación sustancial en el cuadro social y generó uno de los problemas más serios a comienzos del siglo veinte: la cuestión social.

Este hecho histórico, de carácter socio-económico, fue el más importante en el cambio de siglo, ya que las clases trabajadoras se vieron sometidas a una presión aplastante y ni el sector dirigente ni el régimen político supieron hallar una solución adecuada para este conflicto.

Los síntomas del problema social surgido se manifestaron en varios planos simultáneamente, y muchas veces unos fueron consecuencias inmediatas de otros. De este modo, la realidad social de los primeros veinte años de este siglo se caracterizó porque en la sociedad hubo problemas de vivienda, alcoholismo, quiebre de la familia, prostitución, enfermedades sociales, epidemias infecto-contagiosas, delincuencia, criminalidad, inflación y algunos otros dramas que pesaron en el cuadro social.

En el caso de la vivienda, fue decisiva la inadecuada infraestructura de las ciudades, especialmente de Santiago, Valparaíso y Concepción, a las que llegó un mayor número de inmigrantes. La afluencia de la población provocó hacinamiento y proliferación de habitaciones que carecían de alcantarillado, agua potable y, en general, de condiciones mínimas de higiene y salubridad como para albergar a sus ocupantes.

Estas condiciones, junto con las sanitarias, provocaron con el tiempo graves enfermedades y epidemias infecto-contagiosas, como el tifus exantemático, la peste bubónica, el cólera, la viruela, la gripe, la difteria, la tuberculosis pulmonar y otras que caracterizaron el estado de salud de la población.

El estrago provocado por estas enfermedades repercutió en las tasas de mortalidad del país, tanto a nivel general como infantil.

Al problema de salubridad se sumó el del alcoholismo. Éste afectó, principalmente, a los habitantes de los barrios marginales de la ciudad y fue un factor decisivo para el relajamiento social y moral de la familia, el recrudecimiento de la delincuencia, de la criminalidad y de la prostitución. Esta última acarreó un sinnúmero de enfermedades sociales, como la sífilis, que era contraída en los numerosos prostíbulos de la ciudad. Los nuevos signos sociales demuestran los cambios experimentados por la sociedad nacional.

Pero no sólo estos problemas de carácter social debieron enfrentar la población que emigró del campo a la ciudad. Frente a la vivienda, que ya con ser deficiente era una carga pesada de soportar, los nuevos habitantes urbanos (y también los antiguos) debieron sufrir el pago de elevados arriendos. Costo que era difícil de solventar por los deficientes salarios y remuneraciones de los grupos proletarios.

No cabe duda de que, antes de cancelar el arriendo de las habitaciones, las familias proletarias debían satisfacer sus necesidades alimentarias. En este aspecto, también considerado dentro de la cuestión social, repercutía fuertemente la inflación que afectaba a la economía del país.

El fenómeno de la inflación encarecía los productos alimenticios básicos e imposibilitaba

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