EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
Enviado por alejandrotrejo • 16 de Octubre de 2013 • Tesis • 5.061 Palabras (21 Páginas) • 473 Visitas
EL AMOR EN LOS
TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Para Mercedes, por supuesto.
En adelanto van estos lugares:
ya tienen su diosa coronada.
Leandro Díaz
Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino
de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la
casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso
que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano
Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de
ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un
sahumerio de cianuro de oro.
Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había
dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el
veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran
danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y
abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse
apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para
reconocer de inmediato la autoridad de la muerte. Las otras ventanas, así como cualquier
resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones
negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y
pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un foco ordinario cubierto
de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba junto al cadáver.
Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas de vidrio,
muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque el
aire de la ventana había purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera
identificarlo el rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El
doctor Juvenal Urbino había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel
no era un lugar propicio para morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por
suponer que su desorden obedecía tal vez a una determinación cifrada de la Divina
Providencia.
Un comisario de policía se había adelantado con un estudiante de medicina muy
joven que hacía su práctica forense en el dispensario municipal, y eran ellos quienes
habían ventilado la habitación y cubierto el cadáver mientras llegaba el doctor Urbino.
Ambos lo saludaron con una solemnidad que esa vez tenía más de condolencia que de
veneración, pues nadie ignoraba el grado de su amistad con Jeremiah de Saint-Amour. El
maestro eminente estrechó la mano de ambos, como lo hacía desde siempre con cada
uno de sus alumnos antes de empezar la clase diaria de clínica general, y luego agarró el
borde de la manta con las yemas del índice y el pulgar, como si fuera una flor, y
descubrió el cadáver palmo a palmo con una parsimonia sacramental. Estaba desnudo
por completo, tieso y torcido, con los ojos abiertos y el cuerpo azul, y como cincuenta
años más viejo que la noche anterior. Tenía las pupilas diáfanas, la barba y los cabellos
amarillentos, y el vientre atravesado por una cicatriz antigua cosida con nudos de
enfardelar. Su torso y sus brazos tenían una envergadura de galeote por el trabajo de las
muletas, pero sus piernas inermes parecían de huérfano. El doctor Juvenal Urbino lo
contempló un instante con el corazón adolorido como muy pocas veces en los largos años
de su contienda estéril contra la muerte.
-Pendejo -le dijo-. Ya lo peor había pasado.
Volvió a cubrirlo con la manta y recobró su prestancia académica. En el año
anterior había celebrado los ochenta con un jubileo oficial de tres días, y en el discurso
de agradecimiento se resistió una vez más a la tentación de retirarse. Había dicho: “Ya
me sobrará tiempo para descansar cuando me muera pero esta eventualidad no está
todavía en mis proyectos”. Aunque oía cada vez menos con el oído derecho y se apoyaba
en un bastón con empuñadura de plata para disimular la incertidumbre de sus pasos,
seguía llevando con la compostura de sus años mozos el vestido entero de lino con el
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El amor en los tiempos del cólera
chaleco atravesado por la leontina de oro. La barba de Pasteur, color de nácar, y el
cabello del mismo color, muy bien aplanchado y con la raya neta en el centro, eran
expresiones fieles de su carácter. La erosión de la memoria cada vez más inquietante la
compensaba hasta donde le era posible con notas escritas de prisa en papelitos sueltos,
que terminaban por confundirse en todos sus bolsillos, al igual que los instrumentos, los
frascos de medicinas, y otras tantas cosas revueltas en el maletín atiborrado. No sólo era
el médico más antiguo y esclarecido de la ciudad, sino el hombre más atildado. Sin
embargo, su sapiencia demasiado ostensible y el modo nada ingenuo de manejar el
poder de su nombre le habían valido menos afectos de los que merecía.
Las instrucciones al comisario y al practicante fueron precisas y rápidas. No había
que hacer autopsia. El olor de la casa bastaba para determinar que la causa de la muerte
habían sido las emanaciones del cianuro activado en la cubeta por algún ácido de
fotografía, y Jeremiah de Saint-Amour sabía mucho de eso para no hacerlo por accidente.
Ante una reticencia del comisario, lo paró con una estocada típica de su modo de ser:
“No se olvide que soy yo el que firma el certificado de defunción”. El médico joven quedó
desencantado: nunca había tenido la suerte de estudiar los efectos del cianuro de oro en
un cadáver. El doctor Juvenal Urbino se había sorprendido de no haberlo visto en la
Escuela de Medicina, pero lo entendió de inmediato por su rubor fácil y su dicción andina:
tal vez era un recién llegado a la ciudad. Dijo: “No va a faltarle aquí algún loco de amor
que le dé la oportunidad un día de estos”. Y sólo al decirlo cayó en la cuenta de que entre
los incontables suicidios que recordaba, aquel era el primero con cianuro que no había
sido causado por un infortunio de amores. Algo cambió entonces en los hábitos de su
voz.
-Cuando lo encuentre, fíjese bien -le dijo al practicante, -suelen tener arena en el
corazón.
Luego habló con el comisario como lo hubiera hecho con un subalterno. Le ordenó
que sortearan todas las instancias para que el entierro se hiciera esa misma tarde y con
el mayor sigilo. Dijo: “Yo hablaré después con el alcalde”. Sabía que Jeremiah de
Saint-Amour era de una austeridad primitiva, y que ganaba con su arte mucho más de lo
que le hacía falta para vivir, de modo que en alguna de las gavetas de la casa debía
haber dinero de sobra para los gastos del entierro.
-Pero si no lo encuentran, no importa -dijo-. Yo me hago cargo de todo.
Ordenó decir a los periódicos que el fotógrafo había muerto de muerte natural,
aunque pensaba que la noticia no les interesaba de ningún modo. Dijo: “Si es necesario,
yo hablaré con el gobernador”. El comisario, un empleado serio y humilde, sabía que el
rigor cívico del maestro exasperaba hasta a sus amigos más próximos, y estaba
sorprendido por la facilidad con que saltaba por encima de los trámites legales para
apresurar el entierro. A lo único que no accedió fue a hablar con el arzobispo para que
Jeremiah de Saint-Amour fuera sepultado en tierra sagrada. El comisario, disgustado con
su propia impertinencia, trató de excusarse.
-Tenía entendido que este hombre era un santo -dijo.
-Algo todavía más raro --dijo el doctor Urbino-: un santo ateo. Pero esos son
asuntos de Dios.
Remotas, al otro lado de la ciudad colonial, se escucharon las campanas de la
catedral llamando a la misa mayor. El doctor Urbino se puso los lentes de media luna con
montura de oro, y consultó el relojito de la leontina, que era cuadrado y fino, y su tapa
se abría con un resorte: estaba a punto de perder la misa de Pentecostés.
En la sala había una enorme cámara fotográfica sobre ruedas como las de los
parques públicos, y el telón de un crepúsculo marino pintado con pinturas artesanales, y
las paredes estaban tapizadas de retratos de niños en sus fechas memorables: la primera
comunión, el disfraz de conejo, el cumpleaños feliz. El doctor Urbino había visto el
recubrimiento paulatino de los muros, año tras año, durante las cavilaciones absortas de
las tardes de ajedrez, y había pensado muchas veces con un pálpito de desolación que en
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