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El Viajero Cientifico

krol19933 de Noviembre de 2013

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1. Einstein va al cielo

Todas las familias tienen su oveja negra y, en la mía,

esa era yo. Varios hechos me delataban. Había estudia­

do matemáticas con la intención de resolver uno de

los problemas más famosos, la conjetura de Goldbach,

que tiene que ver con los extraños y enloquecidos

meros primos, pero una tía me advirtió que mis

es

pe

ranzas podrían verse frustradas por imponerme

una meta casi imposible y obsesiva. Preferí ampliar

mi vi

sión del mundo estudiando la fisico

química en

un entorno corporativo y tan estimulante como el

hipódromo los sábados por la tarde. Finalmente hice

algu

nos intentos en la biología aplicando una teoría

más o menos reciente, la del caos, gracias a la cual

pu

de en

ten

der un poco mejor fenómenos tan variados

como la aparición de los seres vivos y su enorme diver­

sidad, el comportamiento de los líquidos dentro y

fuera de los organismos; inclusive pude acercarme a

la comprensión del origen del Universo y el significa

do de la vida.

De hecho, cuando mi hermana me llamó por telé

fono para comentarme su idea, me di cuenta del caos

en el que había estado viviendo los últimos meses. Si

bien era su hermano querido, recurrir a mí en ese

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momento era un acto descabellado. Estaba yo pasan

do por una de esas temporadas en que llevas el auto

móvil a lavar y al rato comienza a llover; si compras

un paraguas ce

sa la lluvia; en el momento en que te

metes a la tina sue

na el timbre de la calle. Aunque en

realidad no te

nía coche, ni paraguas ni tina.

Otros familiares más lejanos sospechaban de mi

apego a la experiencia como el primer criterio de ver­

dad y mantenían conmigo una distancia prudente. La

tarde de un domingo familiar, cuando salía del la­

vamanos, alcancé a escuchar una conversación entre

mis sobrinos y sus amigos.

—Es como el doctor Cerebro, pero bien vestido

—dijo uno de ellos.

—Ya está ruco —replicó otro.

—No tanto —respondió el primero—, apenas le

lleva unos años a tu hermano mayor y ha hecho cosas

interesantes.

—¿Como cuáles?

—Pues... fue campeón nacional de futbol y también

sabe de números complejos.

Agradecí el cumplido y lo tomé como una buena

señal: “Si al menos cree que tengo cabeza —me dije—

no verá tan mal lo que viene cocinando su madre hace

algunos días.”

Una mañana soleada de primavera, mientras pre

paraba café, esperaba a mi hermana y a sus hijos. Al

fin apareció su nueva camioneta esferoidal color algo

dón. El policía de la entrada cumplió su rutina. Los

dos hijos mayores de mi hermana, los gemelos Poli y

Mario, iban a cumplir 18 años de edad, mientras que

la pequeña, Tibi, estaba alcanzando los 16.

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Mario, que me había defendido en la fiesta familiar,

y Poli eran difíciles de complacer. Como muchos otros

jóvenes citadinos, sólo conocían la felicidad impune

de lo hecho a la medida y no sabían si la estaban disfru

tando o padeciendo. La producción en serie los po

nía

nerviosos, ya se tratase de exámenes semestrales o de

ladrillos.

Habían llegado a las mil horas de navegación en los

raves, ayudaban a construir temascales, tenían ami

gos

que hacían instalaciones plásticas y eventos multime

dios. Habían tomado cursos para ser la mujer orques

ta y el DJ iluminado. Como si la parte digital de su

cerebro dominara a la analógica, estaban mucho más

capacitados que el resto de los mortales, entre ellos su

mamá y yo, para distinguir las diversas formas del acid

house, hip hop, industrial, fusión, rap, trans, techno,

pop rock y la música mundial. Por fortuna no se ha

bían volado la cabeza en alguno de estos ex

pe

rimentos.

Tal vez los había salvado la atención y el cariño de mi

hermana y de Solventino, su esposo, pero sobre todo

la decisión de ellos mismos de alejarse del gran mer

cado del placer.

Poli, más avispada y tal vez más vulnerable a las

tur

bulencias del mundo, no podía salir de una crisis

de identidad y prolongaba un periodo de depresión

y me

lancolía que tenía preocupados a sus padres y a

quienes la queríamos ver como había sido siempre:

dulce, enérgica, necia en lo creativo y sensible al sor

do y a veces incomprensible acontecer social. Vivir

nunca ha sido fácil. Lo bueno era que mi hermana

entendía que luchar por lo que crees justo, tratar de

cruzar por las zonas de combate sin morir en el inten

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to, tiene su costo, y nunca perdió la comunicación

con sus hijos.

Las heridas que deja la vida pueden hacernos sentir

heroicos o avergonzados, orgullosos o arrepentidos;

en cualquier caso esos sentimientos que pueblan el cla

roscuro de nuestro corazón dejan su huella imborrable,

mas no impenetrable. Esa misma marca puede conver

tirse en una señal oportuna y clara en el camino de

aquellos a quienes realmente preocupa la injusticia y

no están dispuestos a tolerarla en su propia existencia.

Al verlas pasarse la ensaladera y ordenar las verduras,

madre e hijas preparando los alimentos, bromeando

por cualquier cosa, entregadas a la idea simple de cons­

truir una vida, sentí gran emoción y orgullo por com

partir mi mesa con ellas.

Mario tampoco estaba en su mejor momento. Ape

nas comenzaba a descubrir su lugar en la Tierra y no

sabía a qué iba a dedicarse en la vida, pero en el fondo

de sí mismo comenzaba a ver la luz. Como su hermana

gemela, había dejado atrás la pubertad, pero, a dife

rencia de ella, comenzaba a vivir una virilidad abierta,

mientras que Poli prefería estar sola. Mario no estaba

dispuesto a seguir la corriente a los demás, aunque era

bueno practicando deportes colectivos. Tal vez sus ex­

periencias con la mariguana lo hicieron un tanto re

flexivo y solitario; por fortuna se había librado de esa

triste obsesión por la desidia que aqueja a los consu

midores frecuentes de yerba, y comenzaba a tener al­

gunos buenos amigos. Los gemelos habían terminado

la prepa y no debían materias.

Tibi estaba a punto de iniciar el bachillerato. Era

más práctica que sus hermanos y tan rápida como una

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tortuga en el agua. Le gustaban los conciertos en vivo

que retransmitían por TV satelital y se ocupaba del

jardín de su casa. Comía muchas legumbres, pescado

y poca carne roja. Nadaba dos kilómetros diarios y no

creía que la respuesta estuviera en el viento, en las dro­

gas ni en las prácticas religiosas, mucho menos en las

que ella llamaba “religiones de aeropuerto”, donde en

un instante puedes cambiar de fe si no te satisface la

actual y a cada rato hay salidas al cielo, siempre y cuan

do una huelga no te envíe al purgatorio.

Se esmeraba en leer buenos libros, sobre todo no

velas, y se atenía a los hechos, según dijo, orgullosa, ante

un grupo de parientes el día que bautizaron a un primo

nuevo por el lado de su padre. ¿Cómo saber que esos

eran los buenos libros y no otros? Porque muchas de

las lecturas las tomaba de los estantes que cubrían las

paredes de mi casa, donde también guardaba la bi

blioteca de mis padres y, por tanto, sus abuelos. Con

frecuencia comentábamos situaciones e ideas, y ha

blábamos de las personas que giraban alrededor de

esos cientos de libros. Tibi no tenía nada que ocultar y,

por el contrario, mucho que compartir.

Un día vino a preguntarme: “¿Qué demonios es eso

de la incertidumbre cuántica?, algo bastante profundo

y adelantado para su edad, al menos eso me pareció

a mí. Sin embargo, me dio gusto que estuviera inte

resada en cuestiones calificadas de “esotéricas” por sus

compañeros, como eran el aparentemente extraño com­

portamiento de la luz y el destino del Universo. Le

dije que el mismo Albert Einstein estaba muy impresio

nado por el éxito de la teoría cuántica como una

teoría probabilista de la naturaleza. Sus ecuaciones

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