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En la Diestra de Dios Padre


Enviado por   •  23 de Abril de 2014  •  8.182 Palabras (33 Páginas)  •  276 Visitas

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En la Diestra de Dios Padre

Este dizque era un hombre que se llamaba Peralta. Vivía en un pajarate muy grande y

muy viejo, en el propio camino real y afuerita de un pueblo donde vivía el Rey. No era

casao y vivía con una hermana soltera, algo viejona y muy aburrida.

No había en el pueblo quién no conociera a Peralta por sus muchas caridades: él

lavaba los llaguientos; él asistía a los enfermos; él enterraba a los muertos; se quitaba

el pan de la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos a los pobres; y por eso era que

estaba en la pura inopia; y a la hermana se la llevaba el diablo con todos los

limosneros y leprosos que Peralta mantenía en la casa. "¿Qué te ganás, hombre de

Dios -le decía la hermana-, con trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo

botás jartando y vistiendo a tanto perezoso y holgazán? Casáte, hombre; casáte pa que

tengás hijos a quién mantener". "Cálle la boca, hermanita, y no diga disparates. Yo no

necesito de hijos, ni de mujer ni de nadie, porque tengo mi prójimo a quién servir. Mi

familia son los prójimos". "¡Tus prójimos! ¡Será por tanto que te lo agradecen; será

por tanto que ti han dao! ¡Ai te veo siempre más hilachento y más infeliz que los

limosneros que socorrés! Bien podías comprarte una muda y comprármela a yo, que

harto la necesitamos; o tan siquiera traer comida alguna vez pa que llenáramos, ya que

pasamos tantos hambres. Pero vos no te afanás por lo tuyo: tenés sangre de gusano".

Esta era siempre la cantaleta de la hermana; pero como si predicara en desierto frío.

Peralta seguía más pior; siempre hilachento y zarrapastroso, y el bolsico lámparo

lámparo; con el fogoncito encendido tal cual vez, la despensa en las puras tablas y una

pobrecía, señor, regada por aquella casa desde el chiquero hasta el corredor de afuera.

Figúrese que no eran tan solamente los Peraltas, sino todos los lisiaos y leprosos, que se habían apoderao de los cuartos y de los corredores de la casa "convidaos por el

sangre de gusano", como decía la hermana.

Una ocasioncita estaba Peralta muy fatigao de las afugias del día, cuando, a tiempo de

largarse un aguacero, arriman dos pelegrinos a los portales de la casa y piden posada:

"Con todo corazón se las doy, buenos señores -les dijo Peralta muy atencioso-;

pero lo van a pasar muy mal, porqu'en esta casa no hay ni un grano de sal ni una tabla

de cacao con qué hacerles una comidita. Pero prosigan pa dentro, que la buena voluntá

es lo que vale".

Dentraron los pelegrinos; trajo la hermana de Peralta el candil, y pudo desaminarlos a

como quiso. Parecían mismamente el taita y el hijo. El uno era un viejito con los

cachetes muy sumidos, ojitriste él, de barbitas rucias y cabecipelón. El otro era

muchachón, muy buen mozo, medio mono, algo zarco y con una mata de pelo en

cachumbos que le caían hasta media espalda. Le lucía mucho la saya y la capita de

pelegrino. Todos dos tenían sombreritos de caña, y unos bordones muy gruesos, y

albarcas. Se sentaron en una banca, muy cansaos, y se pusieron a hablar una jerigonza

tan bonita, que los Peraltas, sin entender jota, no se cansaban di oirla. No sabían por

qué sería, pero bien veían que el viejo respetaba más al muchacho que el muchacho al

viejo; ni por qué sentían una alegría muy sabrosa por dentro; ni mucho menos de

dónde salía un olor que trascendía toda la casa: aquello parecía de flores de naranjo, de

albahaca y de romero de Castilla; parecía de incensio y del sahumerio de alhucema

que le echan a la ropita

de los niños; era un olor que los Peraltas no habían sentido ni en el monte, ni en las

jardineras, ni en el santo templo de Dios.

Manque estaba muy embelesao, le dijo Peralta a la hermana: "Hija, date una asomaíta

por la despensa; desculcá por la cocina, a ver si encontrás alguito que darles a estos

señores. Mirálos qué cansaos están; se les ve la fatiga". La hermana, sin saberse cómo,

salió muy cambiada de genio y se fué derechito a la cocina. No halló más que media

arepa tiesa y requemada, por allá en el asiento di una cuyabra. Confundida con la

poquedá, determinó que alguna gallina forastera tal vez si había colao por un güeco

del bahareque y había puesto en algún zurrón viejo di una montonera qui había en la

despensa; que lo qu'era corotos y porquerías viejas sí había en la dichosa despensa

hasta pa tirar pa lo alto; pero de comida, ni hebra. Abrió la puerta, y se quedó beleña y

paralela: en aquel despensón, por los aparadores, por la escusa, por el granero, por los

zurrones, por el suelo, había de cuanto Dios crió pa que coman sus criaturas. Del palo

largo colgaban los tasajos de solomo y de falda, el tocino y la empella; de los

garabatos

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