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La Metamorfosis


Enviado por   •  14 de Agosto de 2014  •  1.248 Palabras (5 Páginas)  •  153 Visitas

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Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en

un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la

cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el que

casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Numerosas

patas, penosamente delgadas en comparación con el grosor normal de sus piernas, se

agitaban sin concierto.

- ¿Qué me ha ocurrido?

No estaba soñando. Su habitación, una habitación normal, aunque muy pequeña,

tenía el aspecto habitual. Sobre la mesa había desparramado un muestrario de paños -

Samsa era viajante de comercio-, y de la pared colgaba una estampa recientemente

recortada de una revista ilustrada y puesta en un marco dorado. La estampa mostraba a

una mujer tocada con un gorro de pieles, envuelta en una estola también de pieles, y que,

muy erguida, esgrimía un amplio manguito, asimismo de piel, que ocultaba todo su

antebrazo.

Gregorio miró hacia la ventana; estaba nublado, y sobre el cinc del alféizar

repiqueteaban las gotas de lluvia, lo que le hizo sentir una gran melancolía.

«Bueno –pensó–; ¿y si siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas estas

locuras?» Pero no era posible, pues Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado

derecho, y su actual estado no le permitía adoptar tal postura. Por más que se esforzara

volvía a quedar de espaldas. Intentó en vano esta operación numerosas veces; cerró los

ojos para no tener que ver aquella confusa agitación de patas, que no cesó hasta que notó

en el costado un dolor leve y punzante, un dolor jamás sentido hasta entonces.

- ¡Qué cansada es la profesión que he elegido! –se dijo–. Siempre de viaje. Las

preocupaciones son mucho mayores cuando se trabaja fuera, por no hablar de

las molestias propias de los viajes: estar pendiente de los enlaces de los trenes;

la comida mala, irregular; relaciones que cambian constantemente, que nunca

llegan a ser verdaderamente cordiales, y en las que no tienen cabida los

sentimientos. ¡Al diablo con todo!

Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda en

dirección a la cabecera de la cama, para poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que

le picaba estaba cubierto de extraños puntitos blancos. Intentó rascarse con una pata; pero

tuvo que retirarla inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos.

- Estoy atontado de tanto madrugar –se dijo–. No duermo lo suficiente. Hay

viajantes que viven mucho mejor. Cuando a media mañana regreso a la fonda

para anotar los pedidos, me los encuentro desayunando cómodamente

sentados. Si yo, con el jefe que tengo, hiciese lo mismo, me despedirían en el

acto. Lo cual, probablemente sería lo mejor que me podría pasar. Si no fuese

por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese marchado. Hubiera ido a ver

el director y le habría dicho todo lo que pienso. Se caería de la mesa, ésa sobre

la que se sienta para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como

es sordo, han de acercársele mucho. Pero todavía no he perdido la esperanza.

En cuanto haya reunido la cantidad necesaria para pagarle la deuda de mis

padres –unos cinco o seis años todavía–, me va a oír. Bueno; pero, por ahora,

lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco.

Volvió los ojos hacia el despertador, que tictaqueaba encima del baúl.

- ¡Dios mío! -exclamó para sí.

Eran más de las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente.

En realidad, ya eran casi las siete menos cuarto. ¿Es que no había sonado el despertador?

Desde la cama se veía que estaba puesto a las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado.

Pero ¿era posible seguir durmiendo a pesar de aquel sonido que hacía estremecer hasta

los muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por eso mismo, debía de haber

dormido al final más profundamente. ¿Qué podía hacer ahora? El tren siguiente salía a las

siete; para cogerlo tendría que darse muchísima prisa. El muestrario no estaba aún

empaquetado, y él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque alcanzase el tren,

no evitaría reprimenda del amo, pues el mozo del almacén, que había acudido al tren a las

cinco, debía de haber dado ya cuenta de su falta. El mozo era un esbirro del dueño, sin

dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto,

además de ser muy penoso, despertaría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que

llevaba empleado, no había estado nunca enfermo. Vendría el gerente con el médico del

Montepío. Se desharía en reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería de

Gregorio, y refutaría cualquier objeción con el dictamen del doctor, para quien todos los

hombres están siempre sanos y sólo padecen de horror al trabajo. Y la verdad es que, en

este caso, su diagnóstico no habría sido del todo infundado. Salvo cierta somnolencia,

fuera de lugar después de tan prolongado sueño, Gregorio se sentía francamente bien,

además de muy hambriento.

Mientras pensaba atropelladamente, sin decidirse a levantarse, y justo en el

momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron a la puerta que

estaba junto a la cabecera de la cama.

- Gregorio –dijo la voz de su madre–, son las siete menos cuarto. ¿No tenías

que ir de viaje?

¡Qué voz tan dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio suya propia, que era la

de siempre, pero mezclada con un penoso y estridente silbido, en el cual las palabras, al

principio claras, se confundían luego y sonaban de forma tal que uno no estaba seguro de

haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar una explicación detallada; pero, al oír su

propia voz, se limitó a decir:

- Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto.

A través de la puerta de madera, la transformación de la voz de Gregorio no debió

notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró. Pero este breve

diálogo reveló que Gregorio, contrariamente a lo que se creía, estaba todavía en casa.

Llegó el padre a su vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó:

- ¡Gregorio! ¡Gregorio! ¿Qué pasa?

Esperó un momento y volvió a insistir, alzando la voz:

- ¡Gregorio!

Mientras tanto, detrás de la otra puerta, la hermana le preguntaba suavemente:

- Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?

- Ya estoy bien –respondió Gregorio a ambos a un tiempo, esforzándose por

pronunciar con claridad, y hablando con gran lentitud, para disimular el

insólito sonido de su voz. El padre reanudó su desayuno, pero la hermana

siguió susurrando:

- Abre, Gregorio, por favor.

Gregorio no tenía la menor intención de abrir, felicitándose, por el contrario, de la

precaución –contraída en los viajes– de encerrarse en su cuarto por la noche, aun en su

propia casa.

Lo primero que tenía que hacer era levantarse tranquilamente, arreglarse sin que

le molestaran y, sobre todo, desayunar. Sólo después de hecho todo esto pensaría en lo

demás, pues se daba cuenta de que en la cama no podía pensar con claridad. Recordaba

haber sentido en más de una ocasión un vago malestar en la cama, producido, sin duda,

por alguna postura incómoda, la cual, una vez levantado, se disipaba rápidamente; y tenía

curiosidad por ver desvanecerse paulatinamente sus imaginaciones de hoy. En cuanto al

cambio de su voz era simplemente el preludio de un resfriado, enfermedad profesional

del viajante de comercio.

Apartar la colcha era cosa fácil. Le bastaría con arquearse un poco y la colcha

caería por sí sola. Pero la dificultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para

incorporarse, podía haberse apoyado en brazos y manos; pero, en su lugar, tenía ahora

innumerables patas en constante agitación y le era imposible controlarlas. Y el caso es

que quería incorporarse. Se estiraba; lograba por fin dominar una de sus patas; pero,

mientras tanto, las demás proseguían su anárquica y penosa agitación.

«No es bueno haraganear en la cama», pensó Gregorio.

Primero intentó sacar la parte inferior del cuerpo. Pero dicha parte inferior –que

no había

...

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