Montaigne
Manuela94772 de Enero de 2015
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CAPITULO XXV MONTAIGNE
Dejando a un lado, la retórica rígida, Michel de Montaigne, en sus ensayos, mediante conversaciones desordenadas, refleja el carácter cambiante, diverso y contradictorio de la realidad, en especial del hombre mismo, fundamentado en sus lecturas y en la educación formal rigurosa que recibió, en ellos muestra una inquietud muy grande con la ciencia y la educación de entonces, dado que en las escuelas se enseña en forma autoritaria y con una disciplina excesiva, los maestros no aprovechan la riqueza de la vida, de la naturaleza y de la sociedad. Así que Montaigne sugiere formas menos absurdas y más inteligentes y eficaces de educar, hace énfasis en que la educación debe ser activa, basada en el ejercicio de las habilidades y capacidades naturales de los estudiantes, y no una recepción pasiva de información y preceptos, lo que importa es desarrollar su capacidad de pensar con independencia y obrar bien, puesto que el estudiante aprende más del ejemplo y de la práctica que de los sermones y discursos. Insiste en que debe haber igualdad de peso en los ejercicios físicos como en los intelectuales: “SOLO SE APRENDE LO QUE SE DISFRUTA”. Sostiene que el afecto es una fuerza educativa más importante que el temor, que el maestro debe hablar poco y oír mucho al discípulo, el aprendizaje debe hacerse a partir de experiencias vividas. Y todo esto es muy cierto. En todo caso hay que hablar y escribir con sencillez y claridad, CON LA LENGUA DEL PUEBLO Y NO DE LOS PEDANTES. Manifiesta así su visión novedosa y revolucionaria de la educación, hay que rechazar los castigos violentos, hay que preferir una educación cercana a la naturaleza. A su estilo, Montaigne, emplea un lenguaje que evoca el pasado con sus arcaísmos: se desdeña a los pedantes por no estar al nivel de las maneras comunes, por no ser capaces de ocupar cargos públicos, por seguir una vida y unas costumbres bajas y viles, como las del vulgo, no son ni sabios ni pedantes. No trabajamos si no para llenar la memoria y dejamos el entendimiento y la conciencia vacios. ¿Pero nosotros mismos qué decimos? ¿Qué opinamos? ¿Qué hacemos? Anotamos y seguimos las opiniones y los conocimientos ajenos, como si esto fuera suficiente. Nos queda faltando apropiarnos de ellos y hacerlos nuestros. Aunque uno pueda ser erudito con la sabiduría de los demás sabios, de verdad no podemos serlo sino con nuestra propia sabiduría. ¿En cuánto se puede valorar el provecho que han obtenido nuestros discípulos con nuestras enseñanzas?
Es preciso entonces unirse a la siguiente suplica: “Quiera Dios que para bien de nuestra justicia los jueces estén tan bien provistos de entendimiento y conciencia como de ciencia”. Igual debe suceder con los maestros, puesto que a quien no tiene la ciencia de la bondad, toda ciencia adicional es dañina. Así que virtud, entendida como capacidad de gobernarse a si mismo y felicidad, como consecuencia del bienestar general, constituyen la esencia del proceso aprendizaje. Evidentemente las ciencias, cuando se les toma en forma correcta, no pueden sino enseñarnos, la prudencia, la probidad y la decisión, mediante la acción y la formación con obras y ejemplos, a fin de que esto se convierta en una posesión natural, ya que los niños deben aprender lo que deben hacer como hombres, actuando con justicia, exigiendo que a nadie se le quite por la fuerza lo que le pertenece.
Teniendo claro que educación no es pedantismo y que el problema no está en la erudición sino en volverse pedante, puede concluirse entonces que no basta pegar el saber al alma, sino que hace falta incorporarlo a ella, no basta salpicarla con él, sino que hay que impregnarla de él, y si no la cambia y mejora nuestro imperfecto estado, seria mucho mejor dejarla como está. El saber es una espada peligrosa, que estorba y ofende a su dueño si está en manos débiles y que no saben usarla.
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