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Cuentos De Amor Locura Y Muerte

chicak925 de Septiembre de 2013

3.074 Palabras (13 Páginas)589 Visitas

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Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a

Posadas en el _Silex_, con quince compañeros. Podeley, labrador de

madera, tornaba a los nueve meses, la contrata concluída, y con pasaje

gratis, por lo tanto. Cayé--mensualero--llegaba en iguales

condiciones, mas al año y medio, tiempo necesario para chancelar

su cuenta.

Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos

tajos, descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos, los dos

mensú devoraban con los ojos la capital del bosque, Jerusalem y

Gólgota de sus vidas. ¡Nueve meses allá arriba! ¡Año y medio! Pero

volvían por fin, y el hachazo aún doliente de la vida del obraje, era

apenas un roce de astilla ante el rotundo goce que olfateaban allí.

De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria

de una semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el

anticipo de una nueva contrata. Como intermediario y coadyuvante,

espera en la playa un grupo de muchachas alegres de carácter y de

profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ahijú! de

urgente locura.

Cayé y Podeley bajaron tambaleantes de orgía pregustada, y rodeados de

tres o cuatro amigas, se hallaron en un momento ante la cantidad

suficiente de caña para colmar el hambre de eso de un mensú.

Un instante después estaban borrachos, y con nueva contrata sellada.

¿En qué trabajo? ¿En dónde? Lo ignoraban, ni les importaba tampoco.

Sabían, sí, que tenían cuarenta pesos en el bolsillo, y facultad para

llegar a mucho más en gastos. Babeantes de descanso y dicha

alcohólica, dóciles y torpes, siguieron ambos a las muchachas a

vestirse. Las avisadas doncellas condujéronlos a una tienda con la que

tenían relaciones especiales de un tanto por ciento, o tal vez al

almacén de la casa contratista. Pero en una u otro las muchachas

renovaron el lujo detonante de sus trapos, anidáronse la cabeza de

peinetones, ahorcáronse de cintas--robado todo con perfecta sangre

fría al hidalgo alcohol de su compañero, pues lo único que el mensú

realmente posee, es un desprendimiento brutal de su dinero.

Por su parte Cayé adquirió muchos más extractos y lociones y aceites

de los necesarios para sahumar hasta la náusea su ropa nueva, mientras

Podeley, más juicioso, insistía en un traje de paño. Posiblemente

pagaron muy cara una cuenta entreoída y abonada con un montón de

papeles tirados al mostrador. Pero de todos modos una hora después

lanzaban a un coche descubierto sus flamantes personas, calzados de

botas, poncho al hombro--y revólver 44 en el cinto, desde

luego--repleta la ropa de cigarrillos que deshacían torpemente entre

los dientes, dejando caer de cada bolsillo la punta de un pañuelo.

Acompañábanlos dos muchachas, orgullosas de esa opulencia, cuya

magnitud se acusaba en la expresión un tanto hastiada de los mensú,

arrastrando consigo mañana y tarde por las calles caldeadas, una

infección de tabaco negro y extracto de obraje.

La noche llegaba por fin, y con ella la bailanta, donde las mismas

damiselas avisadas inducían a beber a los mensú, cuya realeza en

dinero de anticipo les hacía lanzar 10 pesos por una botella de

cerveza, para recibir en cambio 1.40, que guardaban sin

ojear siquiera.

Así en constantes derroches de nuevos adelantos--necesidad

irresistible de compensar con siete días de gran señor las miserias

del obraje--el _Silex_ volvió a remontar el río. Cayé llevó compañera,

y ambos, borrachos como los demás peones, se instalaron en el puente,

donde ya diez mulas se hacinaban en íntimo contacto con baúles,

atados, perros, mujeres y hombres.

Al día siguiente, ya despejada las cabezas, Podeley y Cayé examinaron

sus libretas: era la primera vez que lo hacían desde la contrata. Cayé

había recibido 120 en efectivo, y 35 en gasto, y Podeley 130 y 75,

respectivamente.

Ambos se miraron con expresión que pudiera haber sido de espanto, si

un mensú no estuviera perfectamente curado de ese malestar. No

recordaban haber gastado ni la quinta parte.

--¡Añá...!--murmuró Cayé--No voy a cumplir nunca...

Y desde ese momento tuvo sencillamente--como justo castigo de su

despilfarro--la idea de escaparse de allá.

La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente

para él, que sintió celos del mayor adelanto acordado a Podeley.

--Vos tenés suerte... dijo.--Grande, tu anticipo...

--Vos traés compañera--objetó Podeley--eso te cuesta para tu

bolsillo...

Cayé miró a su mujer, y aunque la belleza y otras cualidades de orden

más moral pesan muy poco en la elección de un mensú, quedó satisfecho.

La muchacha deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda

verde y blusa amarilla; luciendo en el cuello sucio un triple collar

de perlas; zapatos Luis XV, las mejillas brutalmente pintadas, y un

desdeñoso cigarro de hoja bajo los párpados entornados.

Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44: era realmente lo único

que valía de cuanto llevaba con él. Y aún lo último corría el riesgo

de naufragar tras el anticipo, por minúscula que fuera su tentación

de tallar.

A dos metros de él, sobre un baúl de punta, los mensú jugaban

concienzudamente al monte cuanto tenían. Cayé observó un rato

riéndose, como se ríen siempre los peones cuando están juntos, sea

cual fuere el motivo, y se aproximó al baúl, colocando a una carta, y

sobre ella, cinco cigarros.

Modesto principio, que podía llegar a proporcionarle el dinero

suficiente para pagar el adelanto en el obraje, y volverse en el mismo

vapor a Posadas a derrochar un nuevo anticipo.

Perdió; perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos, el poncho, el

collar de su mujer, sus propias botas, y su 44. Al día siguiente

recuperó las botas, pero nada más, mientras la muchacha compensaba la

desnudez de su pescuezo con incesantes cigarros despreciativos.

Podeley ganó, tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión, y

una caja de jabones de olor que halló modo de jugar contra un machete

y media docena de medias, quedando así satisfecho.

Habían llegado, por fin. Los peones treparon la interminable cinta

roja que escalaba la barranca, desde cuya cima el "Silex" aparecía

mezquino y hundido en el lúgubre río. Y con ahijús y terribles

invectivas en guaraní, bien que alegres todos, despidieron al vapor,

que debía ahogar, en una baldeada de tres horas, la nauseabunda

atmósfera de desaseo, patchulí y mulas enfermas, que durante cuatro

días remontó con él.

* * * * *

Para Podeley, labrador de madera, cuyo diario podía subir a siete

pesos, la vida de obraje no era dura. Hecho a ella, domada su

aspiración de estricta justicia en el cubicaje de la madera,

compensando las rapiñas rutinarias con ciertos privilegios de buen

peón, su nueva etapa comenzó al día siguiente, una vez demarcada su

zona de bosque. Construyó con hojas de palmera su cobertizo--techo y

pared sur--dió nombre de cama a ocho varas horizontales, nada más; y

de un horcón colgó la provista semanal. Recomenzó, automáticamente,

sus días de obraje: silenciosos mates al levantarse, de noche aún, que

se sucedían sin desprender la mano de la pava; la exploración en

descubierta de madera; el desayuno a las ocho, harina, charque y

grasa; el hacha luego, a busto descubierto, cuyo sudor arrastraba

tábanos, barigüís y mosquitos; después el almuerzo, esta vez porotos y

maíz flotando en la inevitable grasa, para concluir de noche, tras

nueva lucha con las piezas de 8 por 30, con el yopará del mediodía.

Fuera de algún incidente con sus colegas labradores, que invadían su

jurisdicción; del hastío de los días de lluvia que lo relegaban en

cuclillas frente a la pava, la tarea proseguía hasta el sábado de

tarde. Lavaba entonces su ropa, y el domingo iba al almacén a

proveerse.

Era éste el real momento de solaz de los mensú, olvidándolo todo entre

los anatemas de la lengua natal, sobrellevando con fatalismo indígena

la suba siempre creciente de la provista, que alcanzaba entonces a

cinco pesos por machete, y ochenta centavos por kilo de galleta. El

mismo fatalismo que aceptaba esto con un ¡añá! y una riente mirada a

los demás compañeros, le dictaba, en elemental desagravio, el deber de

huir del obraje en cuanto pudiera. Y si esta ambición no estaba en

todos los pechos, todos los peones comprendían esa mordedura de

contra-justicia, que iba, en caso de llegar, a clavar los dientes en

la entraña misma del patrón. Este, por su parte, llevaba la lucha a su

...

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