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accatgyg8a11 de Octubre de 2012

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Gran parte de nuestras dificultades y de la crisis en la que están sumidos muchos países, sobre todo en Europa y en América Latina, se debe a que confundimos dos procesos o dos etapas de nuestra vida económica y social que debemos separar e incluso oponer: la adaptación a una economía mundial abierta y el desarrollo o, más sencillamente, el crecimiento. Desde hace 25 años estamos pasando de economías nacionales de producción, que eran proyectos globales de modernización, a la vez nacional, social y económica, a la necesaria adaptación de cada país y cada empresa a unos mercados mundiales cada vez más abiertos en los que los competidores son cada vez más numerosos y las innovaciones técnicas hacen que sectores enteros económicos nazcan y mueran de forma acelerada.

Es una transformación difícil, ya que a ella se oponen multitud de intereses adquiridos, pero es indispensable. Y cuanto más difícil y lenta es, más se debilita la competitividad del país en cuestión, y con ella su nivel de vida y de empleo. Eliminar la inflación, reducir el déficit fiscal, incrementar las exportaciones, dominar las nuevas tecnologías y contribuir a su desarrollo, y por consiguiente, elevar el nivel de la educación y de la investigación, son imperativos de los que ningún país se puede librar sin correr grandes riesgos. Esta mundialización del mercado y de la producción se traduce más directamente en tensiones financieras. Los europeos lo sabemos mejor que nadie ya que desde hace cinco años nuestra vida económica y política está regida por el Tratado de Maastricht, que impone rigurosos sacrificios financieros y presupuestarios a los Estados y que debe dotar a Europa de una fuerza geoeconómica indispensable frente a EE UU y Japón. Si el Tratado de Maastricht, a pesar de las fuertes reticencias que provoca, sigue siendo la directriz de nuestra política común es porque simboliza, la aceptación plena y definitiva, tras el Acta única, de esta nueva situación de la economía, de este paso de unos sistemas político-económicos nacionales a una economía mundial.

Pero del mismo modo que sería insensato rechazar esta mutación, es peligroso creer. que garantiza por sí sola el crecimiento y, más aún, el desarrollo. La economía -de mercado es un medio, el más eficaz, para desembarazarse de los controles políticos o administrativos de la economía, que se han vuelto paralizadores, pero no asegura por sí misma el espíritu empresarial, la inversión a largo plazo, el aumento del nivel de vida, la integración y la justicia social, la satisfacción de los individuos. El desarrollo económico y social requiere inversiones, una distribución equitativa del producto, la movilización de recursos cada vez más diversos (educación, gestión pública y privada, movilidad de los factores y de los sistemas de comunicación) e incluso la salvaguardia de los grandes equilibrios sociales amenazados por divisiones cada vez más profundas allí donde se permite crecer las desigualdades o los conflictos entre grupos sociales, étnicos y culturales.

Sin embargo, hoy estamos dominados por una ideología neoliberal cuyo principio central es afirmar que la liberación de la economía y la supresión de las formas caducas y degradadas de intervención estatal son suficientes para garantizar nuestro desarrollo. Es decir, que la economía sólo debe ser regulada por ella misma, por los bancos, por los bufetes de abogados, por las agencias de rating y en las reuniones de los jefes de los Estados más ricos y de los gobernadores de sus bancos centrales. Esta ideología ha inventado un concepto: el de la globalización. Se trata de una construcción ideológica y no de la descripción de un nuevo entorno económico. Constatar el aumento de los intercambios mundiales, el papel de las nuevas tecnologías y la multipolarización del sistema de producción es una cosa; decir que constituye

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