ClubEnsayos.com - Ensayos de Calidad, Tareas y Monografias
Buscar

Biografia Elisa Mujica

Santiago15210 de Marzo de 2014

4.876 Palabras (20 Páginas)387 Visitas

Página 1 de 20

El círculo

Elisa Mujica

La cantinera cogió la botella y vertió el líquido de color verde almendra en las copas pequeñas, talladas en un vidrio muy grueso. Moisés Barba y el otro hombre, recostados contra el mostrador, se dispusieron a tomarlo. Hacía fresco dentro de la tienda, pero si se dirigía la vista a la plaza, de la que parecía que el sol había tomado posesión indefinida, todo el calor que debía sentirse allí se entraba de una bocanada hasta la pieza. A Moisés le dolía un pie, pues se le había introducido una piedrecilla dentro de la alpargata, colocán¬dose en medio de los dedos. Hubiera deseado inclinarse a desatar el calzado y librarse de la molestia, pero no se atrevía. Al entrar a la tienda a comprar un paquete de cigarrillos se había encontrado con el inspector, quien lo invitó a beber una copa. Mientras le hablaba, brilló en el claroscuro de la tienda la doble hilera sin mácula de sus dientes. Moisés no pudo rehusar. ¿Cómo hacerlo si el inspector era Juan Lobo?

Un instinto le advirtió que debía fingir serenidad y hablar des¬preocupadamente con el inspector. Pensaba que era indispensable ganar tiempo, no sabía exactamente por qué. Pero al escuchar su propia voz descubrió en ella notas extrañas, que le dieron la sen¬sación de que hablaba un desconocido, cuando dijo: " -Claro que no es prudente que los campesinos usen dinamita pa pescar. El otro día se lo advertí a Tirso y a Napo. Ellos son mis compas, ¿sabe usted? Me contestaron que desde hacía tiempo venían empleando el explosivo por estos laos ...

—No hay disculpa que valga —dijo Juan Lobo—. A los cam¬pesinos que esconden la dinamita hay que hacerles lo mismo del otro día, ¿te acordás? No vamos a dejarles el explosivo, sobre todo sabiendo pa qué lo quieren...

"Entonces, ¿también él sentía miedo?", se preguntó Moisés. ¿Sería esa la causa de lo que ocurría? ¿La causa de lo que había visto hace ocho días, cuando lo llamaron a declarar a la Inspección? Mientras contestaba maquinalmente a Lobo y los vasos verdes perdían de un golpe su color, creyó encontrarse de nuevo en el des¬pacho del inspector. Lo sacudió un espasmo, e intentó disimularlo apurando rápidamente el vaso.

La Inspección funcionaba en el mismo cuarto donde dormía Lobo. Moisés recordaba muy bien la habitación, con la cama a un lado y en el otro el escritorio, cubierto de papeles, un látigo y una pistola. De una viga que cruzaba el techo colgaba un lazo. En ese cuarto de paredes encaladas y piso de ladrillo, donde se encerraba el calor como en un horno, allí ocurrió todo.

Ahora el inspector, que conversaba con Matilde Isabela, la can¬tinera, parecía inofensivo bajo el marco de botellas, cajas de jabón y ramos de velas que decoraban las estanterías de la tienda. En cam¬bio, el día de la tortura fue distinto. Moisés recordaba cómo había contestado las preguntas de Lobo, escogiendo cada palabra con el cuidado con que se hacen los movimientos cuando el cuerpo está enfermo. Pero al mirar a los hombres que se hallaban amarrados en un rincón de la pieza, lo inundaba una corriente de comprensión para con ellos, y la necesidad de disimularla le hacía daño.

Entre los presos se encontraba Antonio Itá, un médico indio. Señalándolo, el inspector ordenó a sus hombres:

—¡Veinte azotes por cada taco de dinamita que le encontremos!

El cuerpo del tegua, desmirriado y amarillo, se balanceó en el aire, colgado de la soga. Moisés lo había visto, unos días antes, dando de beber zumo de flores de saúco a un enfermo para que le bajara la fiebre. Ambrosio conocía las virtudes de las yerbas y afirmaba que el jarabe de totumo era bueno para aliviar el maltrato producido por los golpes. Ahora se le presentaba una excelente ocasión para comprobarlo él mismo.

En un instante los azotes cumplieron la función de ponerle las espaldas exactas a las del Señor de la Columna de la iglesia, ante el cual Moisés, de niño se arrodillaba a rezar, pero sin poder apartar los ojos de las llagas. La atmósfera del cuarto se había vuelto densa y extraña. Los hombres de Lobo hacían circular una botella de aguardiente y parecían experimentar un acceso de voluptuosidad, en medio de los quejidos, el humo de los cigarrillos, las maldiciones y el chasquido de los latigazos. Lobo se acercó al reo y apagó la colilla de su cigarrillo contra los párpados de este.

Moisés sentía descompuesto el estómago y una molestia rara en el pecho. El cuerpo herido parecía una flor monstruosa. Cuando por fin Lobo le permitió salir, se quedó un minuto inmóvil, estupefacto. Luego se acercó despacio a la puerta y en la calle empezó a correr. Lo bañaban olas de sudor, unas veces frías y otras ardientes. Sólo volvió a ser el mismo cuando se encontró entre las paredes de su casa, y un inmenso sentimiento de solidaridad lo unió con ellas.

—¿Se sirve otra copa?

Era el inspector en persona el que le hablaba, casi echándole el aliento a la cara. "Tiene miedo de que los pescadores reúnan por fin el explosivo", pensó Moisés. El pie seguía molestándole y se había puesto caliente como una plancha. No podía agacharse para desatar el calzado, pues sabía que Lobo lo vigilaba y desenfundaría el revólver apenas lo viera hacer un movimiento que le inspirara sospechas. Era preciso esperar.

Otras escenas de su vida continuaban llenándole la imaginación. La gente aseguraba que eso ocurría cuando uno iba a morir, ¿o sería el trago tal vez? A cada copa más borracho, el inspector no reparaba en las ausencias mentales de su interlocutor, quien a ratos lo escuchaba y a ratos dejaba de oírlo, impulsado por una fuerza irresistible. Ahora recapitulaba su infancia de mulatico pobre, con los pies descalzos como todos los niños de Boca de Honda. Asistía a la escuela el primer mes de cada año, porque la negra Clara, su madre, no abandonaba el proyecto de que su mulatico se istrujera. Al cabo de ese tiempo de estudios tenía que salir de la escuela para ayudar a la madre en su trabajo y reunir entre los dos con qué com¬prar plátanos, arroz y, algunas veces, pescado, mazorcas y panela.

Cuando Moisés se convirtió en un hombre siguió comiendo plá¬tanos, pero, además, se emborrachaba con aguardiente en las noches de los sábados. ¡Caramba! ¡Cómo pasaba la semana deseando que llegara el sábado! Hacia las seis de la tarde, cuando aún había luz, empezaban a echar cohetes en la plaza del pueblo, y los pescadores amarraban las barcas a la orilla del río y se dirigían a sus chozas. Iban caminando de prisa, con el pelo revuelto y la nariz húmeda, como los caballos que regresan al establo, pensando en la comida que les espera. El olfato se les tornaba más fino, y si se abría la puerta de alguna choza de los alrededores, percibían los olores que salían de las piedras del fogón. Apenas terminaban de comer corrían a bailar porro a la plaza y bebían hasta el amanecer. Algunos habían ganado en la semana rollos de billetes y los gastaban esa noche, sin dejar nada para el mercado del día siguiente.

Así había sido la vida en Boca de Honda, con sus días de locu¬ra y otros de pena, "pero no como era ahora", se dijo Moisés con tanta amargura, que dio un manotón en el mostrador, haciendo tambalear las copas. Los campesinos sufrían por verano excesivo, por el invierno interminable, por las enfermedades para las cuales resultaban impotentes las yerbas perfumadas que cogía en el monte el tegua Itá. Pero desde la llegada de Lobo existió un peligro nuevo. Fue el alcalde quien dio la noticia a Moisés una mañana en la plaza del pueblo.

— ¿Se acuerda de Juan Lobo? —le preguntó.

— ¿El hijo de Juan Lobo?

—Sí. El patizambo que se huyó para Gamarra. Dicen que allá llevó mala vida y que por unas cuchilladas y por robo lo metieron en la cárcel de Pamplona...

— ¿Dónde está ahora?

—Es el nuevo inspector de Boca de Honda, y llegará dentro de unos días.

Cuando la noticia corrió por el pueblo, la gente tuvo el presenti¬miento de que ocurría algo malo, aunque Moisés vio que cada uno buscaba engañar su miedo fingiendo confianza en la autoridad. Sólo al ver que Lobo descendía de un camión, en medio de hombres con fusiles, todos comprendieron que había cambiado la vida del pueblo. Ni las caras de las personas, ni la plaza, ni siquiera la misa mayor, volvieron a ser las de antes. Los hombres amanecían muertos en el monte. La gente hablaba pasito, como si en cada casa hubiera un enfermo y el alcalde permanecía encerrado en su despacho y únicamente salía de noche, para que nadie lo viera.

Por eso cada campesino tenía que llevar un arma colgada del cinturón u oculta bajo las ropas. La de Moisés era una daga pequeña y flexible, casi como una prolongación de la mano. Una daga no es como el machete, pesado y que parece que piensa bien cada golpe antes de darlo. La daga es ligera y casi se mueve sola, pero Moisés no podía dejar de cargarla. Necesitaba tocar el mango para pensar que lo acompañaba.

— ¿De modo que Tirso y Napoleón esconden la dinamita?

La pregunta salió de labios de Lobo y se enfrentó a Moisés. Desde hacía rato, el inspector y la cantinera habían dejado de con¬versar y lo observaban. A fin de salvar a sus compañeros, a Moisés se le ocurrió decir:

—Don Rodrigo. Él tiene.

— ¿Don Rodrigo? —repitió el inspector, asombrado—.

Inmediatamente agregó con volubilidad:

—Estás hablando por hablar y para que no coja a esos perros. Don Rodrigo es mi amigo y respeta la autoridad. Mis caballos están en su finca de pastos, la que tiene arriba, en la

...

Descargar como (para miembros actualizados) txt (28 Kb)
Leer 19 páginas más »
Disponible sólo en Clubensayos.com