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Caballero Carmelo


Enviado por   •  7 de Julio de 2015  •  2.665 Palabras (11 Páginas)  •  237 Visitas

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EL CABALLERO CARMELO Abraham Valdelomar

I

Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete, en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello, que agitaba al viento; sampedrano pellón de sedosa cabellera negra y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.

Reconocímosle. Era el mayor que años corridos volvía. Salimos atropelladamente, gritando

– ¡Roberto, Roberto!

Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorvo y la campanilla enredábase en las columnas como venas en un brazo, y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeadas de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín.

– ¿Y la higuerilla? –dijo.

Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos:

– ¡Bajo la higuerilla estás!…

El árbol había crecido y se mecía, armoniosamente, con la brisa marina. Tocólo mi hermano, limpió cariñosamente, las hojas que le rebozaban la cara y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante, sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. Qué cosas tan ricas! Por donde había viajado! Quesos frescos y blancos envueltos por la cintura con paja de cebada en la quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles colados en sus hermosas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo de su propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha baja; bizcochuelos de yema de huevo y harina de papa, leves, esponjosos, amarillos y dulces, en sus cajas de papel, santitos de "piedra de Guamaya", tallados en feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo, al entregárselo:

–Para mamá…, para Rosa…, para Jesús…, para Héctor

– ¿Y para papá? –le interrogamos cuando terminó.

–Nada

–Cómo ¿nada para papá?

Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo

– ¡El Carmelo!

A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo que, ya libre, estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente:

– ¡Cocorocoooooooooo!…

–Para papá, – dijo mi hermano.

Así entró en nuestra casa el amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar, como una sombra alada y triste: El Caballero Carmelo

II

Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto de gallo, que era contestado a intervalo por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar arrodillados en la cama, con nuestras blancas camisas de dormir; nos vestíamos y luego al concluir nuestro tocado se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de dos "capachos" de acero repleto de toda clase de pan: hogazas, pan fresco, pan de mantecado, rosquillas.

Mi madre recibía el que habíamos de tomar y mi hermano Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros dejando la provisión sobre la mesa del comedor cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral, donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano y entre ellas escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; tímidamente ese acercaban los conejos blancos con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos recién sacados, amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba desde su rincón entrabado el "Carmelo", y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían por lo bajo comentarios sobre la actitud poco gentil del petulante.

Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral el "Pelado" , un pollo sin plumas que parecía uno de aquellos jóvenes de diecisiete años, flacos y golosos. Pero el "Pelado", a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral y lo otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y rotos varias piezas de nuestra limitada vajilla.

En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y cuando mi padre supo sus fechorías, dijo, pausadamente:

–Nos lo comeremos el domingo.

Defendió lo mi primer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría espléndidas crías. Averiguo que había llegado el "Carmelo" todos miraban mal al pelado; que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina.

–¿Cómo no matan – decía en defensa del gallo – a los patos, que no hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito, que el otro día aplasto a un pollo; al puerco que todo lo enloda y solo sabe comer y gritar; ni a las palomas, que traen mala suerte?…

Se adujeron razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático

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