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El Caballero Carmelo

esme7196423 de Noviembre de 2014

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El Caballero Carmelo

El Caballero Carmelo, de la noble raza de los gallos de pelea peruanos, que entra a la contienda a vencer o morir, con el orgullo del hidalgo que muere con la espada en la mano sin pedir merced al adversario, llega a casa del pequeño Abraham Valdelomar como un presente que trae a su padre el hermano que retorna al hogar luego de largos años de ausencia. Carmelo por el color de su plumaje, que lo asemejaba al hábito marrón de los monjes carmelitas, no por eso de humilde aspecto monacal, pues la arrogante cola de plumas tornasoladas se desplegaba soberbia en perfecta conjunción con la afilada cabeza roja erguida con el altivo desdén del que no teme al destino. Sus muchos triunfos en las lides le daban un no sé qué de sapiente experiencia, y el cariño que se le prodigaba en casa le humanizaban hasta hacerle parte de la familia.

En el pueblo de Pisco, muy cerca del mar, en casa de los Valdelomar, el Caballero Carmelo había establecido sus reales en el corral que compartía con patos, palomas, conejos, puerco, cabra y el plebeyo pollón, “Pelado”, desbancado por el Carmelo en los favores de amos y gallinas.

El viejo campeón había sorteado en su juventud y madurez todos los azares de la sangrienta lucha a la que los impulsa su atávico sino y la pasión de los hombres por el juego y, cómo no, por el espectáculo trágico de vencer o morir. El Caballero estaba en el justo momento de disfrutar el crepúsculo de su vida en apacible calma, rodeado del cariño de sus amos, rodeado de las doncellas de su harem y de la prolífica prole que hacía mérito a su linaje. Pero el azar irrumpe siempre para romper la tónica llana de los acontecimientos… Y he aquí que se había puesto en duda la estirpe del Carmelo… que no era un gallo de raza…!! ¡¡¡Solo en al campo del honor se podía castigar la afrenta!!

El padre se ve compelido por la fuerza de las circunstancias a enfrentar al viejo guerrero, con el retador, el “Ajiseco”, famoso y joven gallo, también campeón. La ocasión está que ni pintada, pues se celebran las fiestas patrias, y en San Andrés, la vecina aldea, el 28 de julio se juegan gallos. En esa paz rural de los pueblos, las apuestas alborotan las emociones y no solo es ganar o perder, sino tomar partido por uno u otro campeón.

Llega el terrible día para la familia, los niños tienen el corazón apretado de dolor y, aunque están prohibidos de acudir a la jugada, el pequeño Abraham, como delegado de los otros hermanitos, parte a hurtadillas tras el padre para con su presencia y la fuerza del cariño, darle aliento a su gallo. En San Andrés el pueblo está de fiesta, allí se han dado cita los hacendados y hombres ricos del valle, y hasta los más humildes pescadores y labriegos se han endomingado y juntan sus soles para apostar a su campeón.

Para el niño la tarde es trágica. Los gallos son echados al ruedo. Van armados con brillantes navajas atadas a los espolones. En la arena se miran los adversarios; el Carmelo, viejo y achacoso; el joven, fiero paladín, favorito de todas las apuestas, se pasea presuntuoso y perdonavidas. Nuestro Caballero, recordando otras tardes de triunfo, agita las alas y canta estentóreamente. Se enfrentan alargando sus erizados cuellos. El “Ajiseco” embiste al pecho con las ennavajadas patas, sin gracia y a las patadas y aletazos trata de resolver rápidamente el encuentro. Un hilo de sangre corre por la pierna del Carmelo. Se enardecen los ánimos, todos apuestan a favor del “Ajiseco”. En un nuevo encuentro, el Carmelo, con la prestancia de viejo luchador saca fuerzas y acomete con furia, desbarata toda la fuerza de ataque; luego, la lucha prosigue, cruel, sin definirse, hasta que una grave estocada hace caer al Carmelo. ¡Ha ganado el “Ajiseco”! Sin embargo, el juez dictamina: -¡No

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