EL FANTASISTA
Warwolf_013 de Julio de 2012
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La situacion de la antropologia es que debo hacer un trabajo y necesito sucribirme o sino sere historia asi pumHERNÁN RIVERA LETELIER
EL FANTASISTA
EDITORIAL ALFAGUARA
BUENOS AIRES-ARGENTINA
PRIMERA EDICIÓN: MARZO DE 2007
I.S.B.N.: 978-987-04-0650-1
A Oscar Báez, por mantener vivo
El recuerdo de Coya Sur
I
Fue un lunes de octubre cuando aparecieron caminando por en medio de la calle desierta.
Era la hora de la siesta en la pampa. En el aire no corría un carajo de viento y un sol
de sacrificio fundía los ánimos de todo lo que respirara sobre la faz de la tierra.
El hombre y la mujer avanzaban silenciosos bajo la incandescencia del cielo.
Él venía delante, y ella, dos pasos atrás; ella cargaba una pequeña maleta de madera
con esquinas de metal, y él traía una pelota de fútbol bajo el brazo, blanca y con cascos de
bizcochos (de entradita supimos que era una de esas profesionales).
Los quedamos mirando sorprendidos.
El hombre vestía una camisa tropical, un pantalón demasiado ancho para su talla y zapatillas
de lona, y llevaba la pelota igual que los arqueros en los desfiles de inauguración de
campeonato. Aunque demostraba tener unos cuarenta años, y parecía cojear levemente de
no se sabía cuál de sus piernas arqueadas, caminaba con la actitud y la pachorra de un
crack. Además, cosa extraña para nosotros, llevaba un cintillo en la frente. Detrás suyo,
delgada y pequeña, mucho más joven que él, su melena roja ardiendo bajo el sol, la mujer lo
seguía con una mansedumbre de animal doméstico. Él traía el rostro bañado en sudor, ella
no transpiraba una sola gota.
—Esos dos parecen empampados —dijo alguien entre nosotros, tal vez el Cocata
Martínez, que trabajaba en la fábrica de hielo y paletas de helado.
La calle Balmaceda, por donde entraron, era la calle del comercio y la entrada principal
del campamento (Coya Sur tenía sólo seis calles, y las seis de tierra). Pero ellos no aparecieron
por el lado de la pulpería, que era por donde se llegaba desde las demás salitreras,
sino por el lado de la Biblioteca Pública. Y eso significaba una sola cosa: que la pareja de
aparecidos venía caminando, a pleno sol, desde la mismísima carretera Panamericana, distante
unos cuantos kilómetros hacia el oriente.
El hombre y la mujer cruzaban frente a la cancha de rayuela cuando fueron envueltos
por un intempestivo remolino de arena; uno de esos remolinos gigantescos que aparecían
bramando por cualquier lado, haciendo batir con estrépito puertas y ventanas, desparramando
la basura de los techos y ovillando el ecuménico hastío de la tarde pampina.
Ellos sólo atinaron a detenerse y cerrar los ojos: la mujer afirmándose las polleras
sin soltar la maleta; el hombre con la pelota bajo el brazo, las piernas abiertas en compás y
la cabeza gacha, lo mismo que un futbolista recibiendo instrucciones para ingresar a la cancha,
o como el hermano Zacarías Ángel orando en la calle antes de largarse a predicar el
advenimiento de la segunda venida de Cristo.
Cuando el remolino terminó de pasar y se perdió por el lado del Rancho Huachipato
(donde segundos antes los cuatro electricistas del campamento, como cuatro ánimas de
mediodía, acababan de entrar, sigilosamente, en fila india), el hombre y la mujer abrieron
los ojos, escupieron arenilla, se sacudieron un poco la ropa y siguieron su camino.
En realidad parecían no ir a ninguna parte.
Media cuadra más adelante, atraídos tal vez por el bolero de José Feliciano que bostezaba
el wurlitzer —y que amelcochaba aún más la canícula de la siesta—, se detuvieron
ante las puertas de la pastelería Ibacache, justo enfrente de nosotros. Ahí se dejaron caer
descoyuntados, adosando sus espaldas a las tibias calaminas del frontis. Aunque hasta ese
momento no habían cruzado una sola palabra entre ellos, la mujer, que no dejaba de mascar
chicle y hacer globitos rosados, daba la impresión de ser mucho más silenciosa y desvalida
que él. En su actitud había un aire casi de penitencia.
Nosotros nos hallábamos sombreando bajo el alero de cañas del Rancho Grande, capeando
el calor con los helados que nos había traído el Cocata Martínez y comentando las
incidencias del partido del día anterior (los Cometierra de nuevo nos habían ganado). Y, por
supuesto, conjeturando, calculando y prediciendo qué cresta iría a pasar el próximo domingo
en el partido de vuelta. Lo único claro para todos era que ese día teníamos que ganar como
fuera, aunque en ello dejáramos la vida. Y es que se trataba de nuestro último encuentro
como local, la última vez en la vida que jugaríamos en nuestro reducto. En definitiva,
para nosotros este representaba el último partido de fútbol antes del fin del mundo.
Sentados en la vereda, tras descansar un rato, los recién llegados comenzaron a ejecutar
un extraño rito. Mientras él se desvestía y se quedaba en pantalones de fútbol —
verdes y demasiado anchos también para su cuerpo—, ella tomó la pequeña maleta, la acomodó
en su falda y, con la prolijidad y la unción de estar presidiendo una ceremonia litúrgica,
comenzó a extraer algunos objetos que fue ordenando metódicamente en el suelo.
Sacó primero un par de zapatos de fútbol; luego, un par de medias enrolladas; después,
unas vendas sucias y amarillentas; una muslera, y, por último, una cajita de salicilato.
Sin darse cuenta, o importándole un zuncho la presencia de los primeros niños que
observaban curiosos, el hombre se tendió de espaldas en el suelo —ahora con la pelota de
almohada—, para que ella, luego de untar sus manos con salicilato, comenzara a masajearle
las piernas, primero con suavidad y luego de manera enérgica. Después procedió a vendarle
cada uno de los pies, le puso las medias a rayas verdes y blancas, le colocó la muslera en la
pierna izquierda, y, antes de calzarle y abrocharle los botines, de esos con estoperoles (en
la pampa sólo usábamos con puentes), aunque se veían como recién lustrados, les sacó brillo
con el ruedo de su falda gitana.
Cuando el hombre se puso de pie y se quitó la camisa con palmeras y soles anaranjados,
vimos que debajo llevaba una camiseta del Green Cross, el equipo profesional.
Mientras los niños miraban atónitos y maliciosos cómo él comenzaba a ejecutar algunas
elongaciones más bien suaves, la mujer sacó de la maleta una cajita de Ambrosoli, de
esas de lata, con un papel pegado que decía «contribuciones». Luego extrajo un seboso pliego
de cartulina doblada en cuatro, con fotos y recortes de prensa pegados con chinches,
que desplegó y extendió en la vereda junto a la caja.
Preparada la escenografía, el hombre se acomodó el cintillo, se estiró las medias y se
ordenó la camiseta dentro del pantalón. A continuación se apartó con la pelota hacia el centro
de la calle.
El sol le cayó encima amarillo y espeso como un derrame de aceite caliente.
Después del remolino, el aire había vuelto a quedar vaciado de viento y lo único fresco
que se veía era la sombra huidiza de unos jotes planeando en círculos contra la pavorosa
luz del cielo.
Parado en la calle, el hombre apretó la pelota como verificando la cantidad exacta de
aire, miró hacia el cielo —tal vez no creyendo que el sol quemara tanto—, se persignó con la
liviana gravedad de los futbolistas (mientras lo hacía, la sombra de un jote lo cruzó por encima),
lanzó la pelota hacia arriba, la amortiguó con la cabeza al mejor estilo de Pelé, y comenzó
a hacer sus increíbles malabares de futbolista de circo.
Nosotros nos quedamos pasmados.
Hasta ese momento, los que nos hallábamos a la sombra del Rancho Grande, los primeros
en verlos llegar, habíamos seguido cada uno de sus movimientos con una especie de
curiosidad distendida, relajada, sin siquiera cambiar de posición en la larga banca de madera
que nos servía de sesteadero. Ni cuando arreció el remolino nos movimos de nuestro sitio
(para nosotros, los remolinos eran pan de cada día), sólo habíamos cambiado de tema para
comentar sus fachas de titiriteros y hacer presunciones sobre quién sería, de dónde vendría
y a qué crestas se dedicaría ese par de pájaros nunca antes vistos por estos pagos. Pero
cuando el hombre comenzó la demostración de sus habilidades con la pelota, nos levantamos
de un salto y fuimos a engrosar el ruedo de gente boquiabierta que ya se había formado a
su alrededor.
Con las manos encogidas a la manera de las grullas —pose característica de los jugadores
técnicos— y la mirada brillante de los fanáticos, el hombre exhibía su maravilloso
dominio de la pelota tocándola con sensibilidad de artista, «con la suavidad y delicadeza con
que se acaricia a la novia de infancia», como solían decir en la radio los más líricos relatores
deportivos. «¡Con la suavidad y delicadeza con que se toca un bubón en las ingles!», repetiría
en los días siguientes nuestro Cachimoco Farfán, el loco que a la orilla de la cancha, con un
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