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EL FANTASISTA


Enviado por   •  3 de Julio de 2012  •  45.458 Palabras (182 Páginas)  •  786 Visitas

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La situacion de la antropologia es que debo hacer un trabajo y necesito sucribirme o sino sere historia asi pumHERNÁN RIVERA LETELIER

EL FANTASISTA

EDITORIAL ALFAGUARA

BUENOS AIRES-ARGENTINA

PRIMERA EDICIÓN: MARZO DE 2007

I.S.B.N.: 978-987-04-0650-1

A Oscar Báez, por mantener vivo

El recuerdo de Coya Sur

I

Fue un lunes de octubre cuando aparecieron caminando por en medio de la calle desierta.

Era la hora de la siesta en la pampa. En el aire no corría un carajo de viento y un sol

de sacrificio fundía los ánimos de todo lo que respirara sobre la faz de la tierra.

El hombre y la mujer avanzaban silenciosos bajo la incandescencia del cielo.

Él venía delante, y ella, dos pasos atrás; ella cargaba una pequeña maleta de madera

con esquinas de metal, y él traía una pelota de fútbol bajo el brazo, blanca y con cascos de

bizcochos (de entradita supimos que era una de esas profesionales).

Los quedamos mirando sorprendidos.

El hombre vestía una camisa tropical, un pantalón demasiado ancho para su talla y zapatillas

de lona, y llevaba la pelota igual que los arqueros en los desfiles de inauguración de

campeonato. Aunque demostraba tener unos cuarenta años, y parecía cojear levemente de

no se sabía cuál de sus piernas arqueadas, caminaba con la actitud y la pachorra de un

crack. Además, cosa extraña para nosotros, llevaba un cintillo en la frente. Detrás suyo,

delgada y pequeña, mucho más joven que él, su melena roja ardiendo bajo el sol, la mujer lo

seguía con una mansedumbre de animal doméstico. Él traía el rostro bañado en sudor, ella

no transpiraba una sola gota.

—Esos dos parecen empampados —dijo alguien entre nosotros, tal vez el Cocata

Martínez, que trabajaba en la fábrica de hielo y paletas de helado.

La calle Balmaceda, por donde entraron, era la calle del comercio y la entrada principal

del campamento (Coya Sur tenía sólo seis calles, y las seis de tierra). Pero ellos no aparecieron

por el lado de la pulpería, que era por donde se llegaba desde las demás salitreras,

sino por el lado de la Biblioteca Pública. Y eso significaba una sola cosa: que la pareja de

aparecidos venía caminando, a pleno sol, desde la mismísima carretera Panamericana, distante

unos cuantos kilómetros hacia el oriente.

El hombre y la mujer cruzaban frente a la cancha de rayuela cuando fueron envueltos

por un intempestivo remolino de arena; uno de esos remolinos gigantescos que aparecían

bramando por cualquier lado, haciendo batir con estrépito puertas y ventanas, desparramando

la basura de los techos y ovillando el ecuménico hastío de la tarde pampina.

Ellos sólo atinaron a detenerse y cerrar los ojos: la mujer afirmándose las polleras

sin soltar la maleta; el hombre con la pelota bajo el brazo, las piernas abiertas en compás y

la cabeza gacha, lo mismo que un futbolista recibiendo instrucciones para ingresar a la cancha,

o como el hermano Zacarías Ángel orando en la calle antes de largarse a predicar el

advenimiento de la segunda venida de Cristo.

Cuando el remolino terminó de pasar y se perdió por el lado del Rancho Huachipato

(donde segundos antes los cuatro electricistas del campamento, como cuatro ánimas de

mediodía, acababan de entrar, sigilosamente, en fila india), el hombre y la mujer abrieron

los ojos, escupieron arenilla, se sacudieron un poco la ropa y siguieron su camino.

En realidad parecían no ir a ninguna parte.

Media cuadra más adelante, atraídos tal vez por el bolero de José Feliciano que bostezaba

el wurlitzer —y que amelcochaba aún más la canícula de la siesta—, se detuvieron

ante las puertas de la pastelería Ibacache, justo enfrente de nosotros. Ahí se dejaron caer

descoyuntados, adosando sus espaldas a las tibias calaminas del frontis. Aunque hasta ese

momento no habían cruzado una sola palabra entre ellos, la mujer, que no dejaba de mascar

chicle y hacer globitos rosados, daba la impresión de ser mucho más silenciosa y desvalida

que él. En su actitud había un aire casi de penitencia.

Nosotros nos hallábamos sombreando bajo el alero de cañas del Rancho Grande, capeando

el calor con los helados que nos había traído el Cocata Martínez y comentando las

incidencias del partido del día anterior (los Cometierra de nuevo nos habían ganado). Y, por

supuesto, conjeturando, calculando y prediciendo qué cresta iría a pasar el próximo domingo

en el partido de vuelta. Lo único claro para todos era que ese día teníamos que ganar como

fuera, aunque en ello dejáramos la vida. Y es que se trataba de nuestro último encuentro

como local, la última vez en la vida que jugaríamos en nuestro reducto. En definitiva,

para nosotros este representaba el último partido de

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