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EL FANTASISTA

NikoLaRata23 de Junio de 2013

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Hernán Rivera Letelier

El Fantasista

A Oscar Báez, por mantenernos vivo

el recuerdo de Coya Sur.

Fue un lunes de octubre cuando aparecieron

caminando por en medio de la calle desierta.

Era la hora de la siesta en la pampa. En el aire no

corría un carajo de viento y un sol de sacrificio

fundía los ánimos de todo lo que respirara sobre la

faz de la tierra.

El hombre y la mujer avanzaban silenciosos

bajo la incandescencia del cielo.

Él venía delante, y ella, dos pasos atrás; ella

cargaba una pequeña maleta de madera con esquinas

de metal, y él traía una pelota de fútbol bajo el

brazo, blanca y con cascos de bizcochos (de entradita

supimos que era una de esas profesionales).

Los quedamos mirando sorprendidos.

El hombre vestía una camisa tropical, un

pantalón demasiado ancho para su talla y zapatillas

de lona, y llevaba la pelota igual que los arqueros en

los desfiles de inauguración de campeonato. Aunque

demostraba tener unos cuarenta años, y parecía cojear

levemente de no se sabía cuál de sus piernas arqueadas,

caminaba con la actitud y la pachorra de un

crack. Además, cosa extraña para nosotros, llevaba

un cintillo en la frente. Detrás suyo, delgada y pequeña,

mucho más joven que él, su melena roja ardiendo

bajo el sol, la mujer lo seguía con una mansedumbre

de animal doméstico. Él traía el rostro

bañado en sudor, ella no transpiraba una sola gota.

I

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—Esos dos parecen empampados —dijo alguien

entre nosotros, tal vez el Cocata Martínez, que

trabajaba en la fábrica de hielo y paletas de helado.

La calle Balmaceda, por donde entraron,

era la calle del comercio y la entrada principal del

campamento (Coya Sur tenía sólo seis calles, y las

seis de tierra). Pero ellos no aparecieron por el lado

de la pulpería, que era por donde se llegaba desde

las demás salitreras, sino por el lado de la Biblioteca

Pública. Y eso significaba una sola cosa: que la pareja

de aparecidos venía caminando, a pleno sol, desde

la mismísima carretera Panamericana, distante

unos cuantos kilómetros hacia el oriente.

El hombre y la mujer cruzaban frente a la

cancha de rayuela cuando fueron envueltos por un

intempestivo remolino de arena; uno de esos remolinos

gigantescos que aparecían bramando por

cualquier lado, haciendo batir con estrépito puertas

y ventanas, desparramando la basura de los techos

y ovillando el ecuménico hastío de la tarde

pampina.

Ellos sólo atinaron a detenerse y cerrar los

ojos: la mujer afirmándose las polleras sin soltar la

maleta; el hombre con la pelota bajo el brazo, las

piernas abiertas en compás y la cabeza gacha, lo mismo

que un futbolista recibiendo instrucciones para

ingresar a la cancha, o como el hermano Zacarías

Ángel orando en la calle antes de largarse a predicar

el advenimiento de la segunda venida de Cristo.

Cuando el remolino terminó de pasar y se

perdió por el lado del Rancho Huachipato (donde

segundos antes los cuatro electricistas del campamento,

como cuatro ánimas de mediodía, acababan

de entrar, sigilosamente, en fila india), el hombre y

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la mujer abrieron los ojos, escupieron arenilla, se

sacudieron un poco la ropa y siguieron su camino.

En realidad parecían no ir a ninguna parte.

Media cuadra más adelante, atraídos tal

vez por el bolero de José Feliciano que bostezaba

el wurlitzer —y que amelcochaba aún más la canícula

de la siesta—, se detuvieron ante las puertas

de la pastelería Ibacache, justo enfrente de nosotros.

Ahí se dejaron caer descoyuntados, adosando

sus espaldas a las tibias calaminas del frontis.

Aunque hasta ese momento no habían cruzado

una sola palabra entre ellos, la mujer, que no dejaba

de mascar chicle y hacer globitos rosados, daba

la impresión de ser mucho más silenciosa y

desvalida que él. En su actitud había un aire casi

de penitencia.

Nosotros nos hallábamos sombreando bajo

el alero de cañas del Rancho Grande, capeando

el calor con los helados que nos había traído el

Cocata Martínez y comentando las incidencias del

partido del día anterior (los Cometierra de nuevo

nos habían ganado). Y, por supuesto, conjeturando,

calculando y prediciendo qué cresta iría a pasar

el próximo domingo en el partido de vuelta.

Lo único claro para todos era que ese día teníamos

que ganar como fuera, aunque en ello dejáramos

la vida. Y es que se trataba de nuestro último encuentro

como local, la última vez en la vida que

jugaríamos en nuestro reducto. En definitiva, para

nosotros este representaba el último partido de

fútbol antes del fin del mundo.

Sentados en la vereda, tras descansar un rato,

los recién llegados comenzaron a ejecutar un

extraño rito. Mientras él se desvestía y se quedaba

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en pantalones de fútbol —verdes y demasiado anchos

también para su cuerpo—, ella tomó la pequeña

maleta, la acomodó en su falda y, con la prolijidad

y la unción de estar presidiendo una ceremonia

litúrgica, comenzó a extraer algunos objetos que fue

ordenando metódicamente en el suelo.

Sacó primero un par de zapatos de fútbol;

luego, un par de medias enrolladas; después, unas

vendas sucias y amarillentas; una muslera, y, por último,

una cajita de salicilato.

Sin darse cuenta, o importándole un zuncho

la presencia de los primeros niños que observaban

curiosos, el hombre se tendió de espaldas en

el suelo —ahora con la pelota de almohada—, para

que ella, luego de untar sus manos con salicilato,

comenzara a masajearle las piernas, primero

con suavidad y luego de manera enérgica. Después

procedió a vendarle cada uno de los pies, le puso

las medias a rayas verdes y blancas, le colocó la

muslera en la pierna izquierda, y, antes de calzarle

y abrocharle los botines, de esos con estoperoles

(en la pampa sólo usábamos con puentes), aunque

se veían como recién lustrados, les sacó brillo con

el ruedo de su falda gitana.

Cuando el hombre se puso de pie y se quitó

la camisa con palmeras y soles anaranjados, vimos

que debajo llevaba una camiseta del Green

Cross, el equipo profesional.

Mientras los niños miraban atónitos y maliciosos

cómo él comenzaba a ejecutar algunas

elongaciones más bien suaves, la mujer sacó de la

maleta una cajita de Ambrosoli, de esas de lata,

con un papel pegado que decía «contribuciones».

Luego extrajo un seboso pliego de cartulina doblada

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en cuatro, con fotos y recortes de prensa pegados

con chinches, que desplegó y extendió en la vereda

junto a la caja.

Preparada la escenografía, el hombre se acomodó

el cintillo, se estiró las medias y se ordenó la

camiseta dentro del pantalón. A continuación se

apartó con la pelota hacia el centro de la calle.

El sol le cayó encima amarillo y espeso como

un derrame de aceite caliente.

Después del remolino, el aire había vuelto

a quedar vaciado de viento y lo único fresco que se

veía era la sombra huidiza de unos jotes planeando

en círculos contra la pavorosa luz del cielo.

Parado en la calle, el hombre apretó la pelota

como verificando la cantidad exacta de aire,

miró hacia el cielo —tal vez no creyendo que el sol

quemara tanto—, se persignó con la liviana gravedad

de los futbolistas (mientras lo hacía, la sombra

de un jote lo cruzó por encima), lanzó la pelota

hacia arriba, la amortiguó con la cabeza al mejor

estilo de Pelé, y comenzó a hacer sus increíbles

malabares de futbolista de circo.

Nosotros nos quedamos pasmados.

Hasta ese momento, los que nos hallábamos

a la sombra del Rancho Grande, los primeros

en verlos llegar, habíamos seguido cada uno de sus

movimientos con una especie de curiosidad distendida,

relajada, sin siquiera cambiar de posición

en la larga banca de madera que nos servía de sesteadero.

Ni cuando arreció el remolino nos movimos

de nuestro sitio (para nosotros, los remolinos

eran pan de cada día), sólo habíamos cambiado de

tema para comentar sus fachas de titiriteros y hacer

presunciones sobre quién sería, de dónde ven14

dría y a qué crestas se dedicaría ese par de pájaros

nunca antes vistos por estos pagos. Pero cuando el

hombre comenzó la demostración de sus habilidades

con la pelota, nos levantamos de un salto y

fuimos a engrosar el ruedo de gente boquiabierta

que ya se había formado a su alrededor.

Con las manos encogidas a la manera de las

grullas —pose característica de los jugadores técnicos—

y la mirada brillante de los fanáticos, el

...

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