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El Verano Feliz De La Senora Forbes


Enviado por   •  27 de Mayo de 2014  •  4.392 Palabras (18 Páginas)  •  552 Visitas

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EL VERANO FELIZ DE LA SEÑORA FORBES

Por la tarde, de regreso a casa, encontramos una enorme serpiente de mar clavada por el cuello en el marco de la puerta, y era negra y fosforescente y parecía un maleficio degitanos, con los ojos todavía vivos y los dientes de serrucho en las mandíbulas despernancadas. Yo andaba entonces por los nueve años, y sentí un terror tan intenso ante aquella aparición de delirio, que se me cerró la voz. Pero mi hermano, que era dos años menor que yo, soltó los tanques de oxígeno, las máscaras y las aletas de nadar y salió huyendo con un grito de espanto. La señora Forbes lo oyó desde la tortuosa escalera de piedras que trepaba por los arrecifes desde el embarcadero hasta la casa, ynos alcanzó, acezante y lívida, pero le bastó con ver al animal crucificado en la puertapara comprender la causa de nuestro horror.

Ella solía decir que cuando dos niños estánjuntos ambos son culpables de lo que cada uno hace por separado, de modo que nosreprendió a ambos por los gritos de mi hermano, y nos siguió recriminando nuestra faltade dominio. Habló en alemán, y no en inglés, como lo establecía su contrato de institutriz, tal vez porque también ella estaba asustada y se resistía a admitirlo.

Pero tan pronto como recobró el aliento volvió a su inglés pedregoso y a su obsesión pedagógica.

— Es una murena helena — nos dijo—, así llamada porque fue un animal sagrado para

los griegos antiguos.

Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nadar en aguas profundas, apareció de

pronto detrás de los arbustos de alcaparras.

Llevaba la máscara de buzo en la frente, un pantalón de baño minúsculo y un cinturón de cuero con seis cuchillos, de formas y tamaños distintos, pues no concebía otra manera de cazar debajo del agua que peleando cuerpo a cuerpo con los animales. Tenía unos veinte años, pasaba más tiempo en los fondos marinos que en la tierra firme y él mismo parecía un animal de mar con el cuerpo siempre embadurnado de grasa de motor. Cuando lo vio por primera vez, la señora Forbes había dicho a mis padres que era imposible concebir un ser humano más hermoso. Sin embargo, su belleza no lo ponía a salvo del rigor: también él tuvo que soportar una reprimenda en italiano por haber colgado la murena en la puerta, sin otra explicación posible que la de asustar a los niños. Luego, la señora Forbes ordenó que la desclavara con el respeto debido a una criatura mítica y nos mandó a vestirnos para la cena.

Lo hicimos de inmediato y tratando de no cometer un solo error, porque al cabo de dos semanas bajo el régimen de la señora Forbes habíamos aprendido que nada era más difícil que vivir. Mientras nos duchábamos en el baño en penumbra, me di cuenta ¿c que mi hermano seguía pensando en la murena. «Tenía ojos de gente», me dijo. Yo estaba de acuerdo, pero le hice creer lo contrario, y conseguí cambiar de tema hasta que terminé de bañarme. Pero cuando salí de la ducha me pidió que me quedara para acompañarlo.

— Todavía es de día — le dije.

Abrí las cortinas. Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la ardiente llanura lunar hasta el otro lado de la isla, y el sol parado en el cielo.

— No es por eso — dijo mi hermano—. Es que tengo miedo de tener miedo.

Sin embargo, cuando llegamos a la mesa parecía tranquilo, y había hecho las cosas con

tanto esmero que mereció una felicitación especial de la señora Forbes, y dos puntos más en su buena cuenta de la semana. A mí, en cambio, me descontó dos puntos de los cinco que ya tenía ganados, porque a última hora me dejé arrastrar por la prisa y llegué al comedor con la respiración alterada. Cada cincuenta puntos nos daban derecho a una doble ración de postre, pero ninguno de los dos había logrado pasar de los quince puntos. Era una lástima, de veras, porque nunca volvimos a encontrar unos budines más deliciosos que los de la señora Forbes.

Antes de empezar la cena rezábamos de pie frente a los platos vacíos. La señora Forbes no era católica, pero su contrato estipulaba que nos hiciera rezar seis veces al día, y

había aprendido nuestras oraciones para cumplirlo. Luego nos sentábamos los tres,

reprimiendo la respiración mientras ella comprobaba hasta el detalle más ínfimo de

nuestra conducta, y sólo cuando todo parecía perfecto hacía sonar la campanita.

Entonces entraba Fulvia Flamínea, la cocinera, con la eterna sopa de fideos de aquel

verano aborrecible.

Al principio, cuando estábamos solos con nuestros padres, la comida era una fiesta.

Fulvia Flamínea nos servía cacareando en torno a la mesa, con una vocación de

desorden que alegraba la vida, y al final se sentaba con nosotros y terminaba comiendo

un poco de los platos de todos. Pero desde que la señora Forbes se hizo cargo de nuestro

destino nos servía en un silencio tan oscuro, que podíamos oír el borboriteo de la sopa

hirviendo en la marmita. Cenábamos con la espina dorsal apoyada en el espaldar de la

silla, masticando diez veces con un carrillo y diez veces con el otro, sin apartar la vista

de la férrea y lánguida mujer otoñal, que recitaba de memoria una lección de urbanidad.

Era igual que la misa del domingo, pero sin el consuelo de la gente cantando.

El día en que encontramos la murena colgada en la puerta, la señora Forbes nos habló

de los deberes para con la patria. Fulvia Flamínea, casi flotando en el aire enrarecido

por la voz, nos sirvió después de la sopa un filete al carbón de una carne nevada con un

olor exquisito. A mí, que desde entonces prefería el pescado a cualquier otra cosa de

comer de la tierra o del cielo, aquel recuerdo de nuestra casa de Guacamayal me alivió

el corazón. Pero mi hermano rechazó el plato sin probarlo.

— No me gusta — dijo.—.

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