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Cartas Copernicanas


Enviado por   •  11 de Septiembre de 2011  •  10.809 Palabras (44 Páginas)  •  517 Visitas

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Galileo Galilei Carta del señor Galileo Galilei, Académico Linceo, escrita a la señora Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana

A la Serenísima Señora la Gran Duquesa Madre:

Hace pocos años, como bien sabe vuestra serena alteza, descubrí en los cielos muchas cosas no vistas antes de nuestra edad. La novedad de tales cosas, así como ciertas consecuencias que se seguían de ellas, en contradicción con las nociones físicas comúnmente sostenidas por filósofos académicos, lanzaron contra mí a no pocos profesores, como si yo hubiera puesto estas cosas en el cielo con mis propias manos, para turbar la naturaleza y trastornar las ciencias. Olvidando, en cierto modo, que la multiplicación de los descubrimientos concurre al progreso de la investigación, al desarrollo y a la consolidación de las ciencias, y no a su debilitamiento o destrucción. Al mostrar mayor afición por sus propias opiniones que por la verdad, pretendieron negar y desaprobar las nuevas cosas que, si se hubieran dedicado, a considerarlas con atención, habrían debido pronunciarse por su existencia. A tal fin lanzaron varios cargos y publicaron algunos escritos llenos de argumentos vanos, y cometieron el grave error de salpicarlos con pasajes tomados de las Sagradas Escrituras, que no habían entendido correctamente y que no corresponden a las cuestiones abordadas. No habrían caído en este error si hubieran prestado atención a un texto de San Agustín, muy útil a este respecto, que concierne a la actitud que debe adoptarse en lo referente a las cuestiones oscuras y difíciles de comprender por la sola vía del discurso; al tratar el problema de las conclusiones naturales referentes a los cuerpos celestes escribe:

«Ahora, pues, observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer temerariamente sobre algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin embargo, la odiemos por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo puede existir algo contrario a ella en los libros santos, ya del Antiguo como del Nuevo Testamento» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. XVII).

Pero sucedió que el tiempo ha revelado progresivamente a todos la verdad de lo por mí sentado. Quienes están al tanto de la ciencia astronómica y de la ciencia natural quedaron persuadidos de la exactitud de mi primera posición. Y quienes se negaban a reconocer la verdad de lo que yo afirmaba sólo por causa de su inesperada novedad, o porque carecían de una experiencia directa de ella, se plegaron poco a poco a mi punto de vista. Pero los hay quienes, amén de su apego a su primer error, manifiestan hallarse mal dispuestos, no tanto para con las cuestiones que expongo, cuanto para con su autor; y como ya no tienen la posibilidad de negar una verdad por hoy bien probada, la ocultan con obstinado silencio, y todavía más irritados que antes por mis afirmaciones que los otros aceptan ahora sin inquietud, intentan combatirlas de diversas maneras. No haría yo más caso de ellos que de los otros contradictores que se me han opuesto, seguro de que la exactitud de lo que sostengo habrá de ser por fin reconocida, si no viera que esas nuevas calumnias y persecuciones no se limitan a la cuestión particular de que he tratado, sino que se extienden hasta el punto de hacerme objeto de acusaciones que deben ser; y que son para mí más insoportables que la muerte. Es por ello que no debo hacer de modo que su injusticia sea reconocida solamente por quienes me conocen, y los conocen a ellos, sino por cualquier otra persona. Esos adversarios tratan de desprestigiarme por todos los medios posibles. Saben que mis estudios de astronomía y de filosofía me han llevado a afirmar, con relación a la constitución del mundo que el Sol, sin cambiar de lugar, permanece situado en el centro de la revolución de las órbitas celestes, y que la Tierra gira sobre sí misma y se desplaza en torno del Sol. Advierten además que una posición semejante no sólo destruye los argumentos de Ptolomeo y de Aristóteles, sino que trae consigo consecuencias que permiten comprender, ya sea numerosos efectos naturales que de otro modo no se sabría cómo explicar, ya ciertos descubrimientos astronómicos recientes, los que contradicen radicalmente el sistema de Ptolomeo y confirman a maravilla el de Copérnico. Cayendo en la cuenta de que si me combaten tan sólo en el terreno filosófico les resultará, dificultoso confundirme, se han lanzado a escudar su razonamiento erróneo tras la cobertura de una religión fingida y la autoridad de las Sagradas Escrituras, aplicándolas, con escasa inteligencia, a la refutación de argumentos que no han comprendido.

En primer lugar, han intentado por sí mismos hacer pública la idea de que tales proposiciones van en contra de las Sagradas Escrituras, y de que por consiguiente son heréticas. Más tarde, advirtiendo que la naturaleza humana está más dispuesta a aceptar los actos por los cuales el prójimo, aunque sea injustamente, es castigado, que no las que se dirigen a darle un justo mérito, no ha sido difícil encontrar quien, por herético condenable lo haya acusado desde los púlpitos, con un poco devoto y aún menos cauteloso agravio no sólo para la dicha doctrina y para los que la siguen, sino también para las matemáticas y los matemáticos. Al fin, con mayor confianza y esperando en vano que la semilla, que antes había enraizado en su mente no sincera, expanda sus ramas y se alce hacia el cielo, van murmurando entre el pueblo que por ser tal será juzgada en breve por la suprema autoridad y conociendo que dicha declaración no sólo destruiría estas dos conclusiones, sino que también convertiría en condenables a todas las otras observaciones y postulados astronómicos y naturales, con los cuales se corresponden y mantienen una relación de necesidad, intentan en lo posible, en aras a facilitar el asunto, que dicha opinión casi universal sea considerada como nueva y propia de mi persona, disimulando saber que fue Nicolás Copérnico su autor, o más bien su renovador y defensor. Hombre éste, no únicamente católico, sino sacerdote y canónigo, y tan apreciado que, tratando en el Concilio de Letrán, promulgado por León XI, el tema de la reforma del calendario eclesiástico, fue llamado a desplazarse desde los confines de Alemania a Roma para llevar a cabo la citada reforma, la cual, si entonces quedó imperfecta, ello únicamente se debió a que todavía no se tenía conocimiento exacto de la duración del año y del mes lunar. Encargado por el obispo Semproniense, entonces responsable de esta tarea, de proseguir estudios con miras a precisar la naturaleza de los movimientos celestes, Copérnico se abocó al trabajo, y a costa de considerable esfuerzo y merced a su genio admirable, obtuvo grandes progresos en sus ciencias,

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