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Ceguera


Enviado por   •  18 de Febrero de 2014  •  Exámen  •  13.550 Palabras (55 Páginas)  •  188 Visitas

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Ensayo Sobre La Ceguera

José Saramago

José Saramago (1922) - Es uno de los novelistas portugueses modernos más conocidos y apreciados en el mundo entero. En España la publicación en 1985 de El año de la muerte de Ricardo Reís es el inicio de un éxito que ha ido creciendo con cada novela. Otros títulos importantes son: Manual de pintura y caligrafía (1977), Alzado del suelo (1980), Memorial del convento (1982), La balsa de piedra (1986), Historia del cerco de Lisboa (1989), El evangelio según Jesucristo (1991). Vive actualmente -en Lanzarote, desde donde participa activamente en la vida cultural española.

Un hombre parado ante un semáforo en rojo se queda ciego súbitamente. Es el primer casó de una «ceguera blanca» que se expande de manera fulminante. Internados en cuarentena o perdidos en la ciudad, los ciegos tendrán que enfrentarse con lo que existe de más primitivo en la naturaleza humana: la voluntad de sobrevivir a cualquier precio.

Ensayo sobre la ceguera es la ficción de un autor que nos alerta sobre «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron». José Saramago traza en este libro una imagen aterradora -y conmovedora- de los tiempos sombríos que estamos viviendo, a la vera de un nuevo milenio. En un mundo así, ¿cabrá alguna esperanza? El lector conocerá una experiencia imaginativa única. En un punto donde se cruzan literatura y sabiduría, José Saramago nos obliga a parar, cerrar los ojos y ver. Recuperar la lucidez y rescatar el afecto son dos propuestas fundamentales de una novela que es, también, una reflexión sobre la ética del amor y la solidaridad. « Hay en nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos», declara uno de los personajes. Dicho con otras palabras: tal vez el deseó más profundo del ser humano sea poder darse a sí mismo, un día, el nombre que le falta.

A Pilar

A mi hija Violante

Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apare¬ció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cru¬zar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, man¬tenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, mul¬tiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciu¬dad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la ex-presión común.

Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le aga¬rrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está forman¬do en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás to¬can frenéticos el claxon. Algunos conductores han sal¬tado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impaciente¬mente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.

Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los párpa¬dos muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas, re¬pentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un mo¬vimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños cerrados del hombre, como si aún qui¬siera retener en el interior del cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo que creían un accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un guardabarros abollado, nada que justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban, saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor, que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado de nervios opinó que deberían llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre hombre al hospital, pero el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que lo acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía, Está ahí al lado, me harían un gran favor, Y el coche, preguntó una voz. Otra voz respondió, La llave está ahí, en su sitio, podemos aparcarlo en la acera. No es necesario, inter¬vino una tercera voz, yo conduciré el coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo, Venga, venga conmigo, decía la misma voz. Lo ayuda¬ron a sentarse en el asiento de al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad. No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame dónde vive, pidió el otro. Por las ventanillas del coche acechaban caras voraces, golosas de la novedad. El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada, es como si estu¬viera en medio de una niebla espesa, es como si hubie¬ra caído en un mar de leche, Pero la ceguera no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo mejor tiene razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia, sí,

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