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Lo Mas Preciado


Enviado por   •  6 de Enero de 2015  •  7.375 Palabras (30 Páginas)  •  202 Visitas

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Lo más preciado*

Carl Sagan

Cuando bajé del avión, el hombre me esperaba con un pedazo de

cartón en el que estaba escrito mi nombre. Yo iba a una conferencia

de científicos y comentaristas de televisión dedicada a la aparentemente

imposible tarea de mejorar la presentación de la ciencia en la

televisión comercial. Amablemente, los organizadores me habían

enviado un chofer.

–¿Le molesta que le haga una pregunta? –me dijo mientras esperábamos

la maleta.

No, no me molestaba.

–¿No es un lío tener el mismo nombre que el científico aquel?

Tardé un momento en comprenderlo. ¿Me estaba tomando el

pelo? Finalmente lo entendí.

–Yo soy el científico aquel –respondí.

Calló un momento y luego sonrió.

–Perdone. Como ése es mi problema, pensé que también sería el

suyo.

Me tendió la mano.

–Me llamo William F. Buckley.

(Bueno, no era exactamente William. F. Buckley, pero llevaba el

nombre de un conocido y polémico entrevistador de televisión, lo

que sin duda le había valido gran número de inofensivas bromas.)

Mientras nos instalábamos en el coche para emprender el largo

recorrido, con los limpiaparabrisas funcionando rítmicamente, me

dijo que se alegraba de que yo fuera “el científico aquel” porque

tenía muchas preguntas sobre ciencia. ¿Me molestaba?

No, no me molestaba.

Y nos pusimos a hablar. Pero no de ciencia. Él quería hablar de

los extraterrestres congelados que languidecían en una base de las

Fuerzas Aéreas cerca de San Antonio, de “canalización” (una manera

de oír lo que hay en la mente de los muertos... que no es mucho,

por lo visto), de cristales, de las profecías de Nostradamus, de

astrología, del sudario de Turín... Presentaba cada uno de estos portentosos

temas con un entusiasmo lleno de optimismo. Yo me veía

obligado a decepcionarle cada vez.

* Publicado en El mundo y sus demonios. México: Planeta, 1997, pp. 17-39.10

–La prueba es insostenible –le repetía una y otra vez–.

Hay una explicación mucho más sencilla.

En cierto modo era un hombre bastante leído. Conocía los distintos

matices especulativos, por ejemplo, sobre los “continentes

hundidos” de la Atlántida y Lemuria. Se sabía al dedillo cuáles

eran las expediciones submarinas previstas para encontrar las columnas

caídas y los minaretes rotos de una civilización antiguamente

grande cuyos restos ahora sólo eran visitados por peces

luminiscentes de alta mar y calamares gigantes. Sólo que... aunque

el océano guarda muchos secretos, yo sabía que no hay la más

mínima base oceanográfica o geofísica para deducir la existencia

de la Atlántida y Lemuria. Por lo que sabe la ciencia hasta este

momento, no existieron jamás. A estas alturas, se lo dije de mala

gana.

Mientras viajábamos bajo la lluvia me di cuenta de que el hombre

estaba cada vez más taciturno. Con lo que yo le decía no sólo

descartaba una doctrina falsa, sino que eliminaba una faceta preciosa

de su vida interior.

Y, sin embargo, hay tantas cosas en la ciencia real, igualmente

excitantes y más misteriosas, que presentan un desafío intelectual

mayor... además de estar mucho más cerca de la verdad. ¿Sabía algo

de las moléculas de la vida que se encuentran en el frío y tenue gas

entre las estrellas? ¿Había oído hablar de las huellas de nuestros

antepasados encontradas en ceniza volcánica de cuatro millones de

años de antigüedad? ¿Y de la elevación del Himalaya cuando la India

chocó con Asia? ¿O de cómo los virus, construidos como jeringas

hipodérmicas, deslizan su ADN más allá de las defensas del organismo

del anfitrión y subvierten la maquinaria reproductora de

las células: o de la búsqueda por radio de inteligencia extraterrestre

o de la recién descubierta civilización de Ebla, que anunciaba las

virtudes de la cerveza de Ebla? No, no había oído nada de todo aquello.

Tampoco sabía nada, ni siquiera vagamente, de la indeterminación

cuántica, y sólo reconocía el ADN como tres letras mayúsculas

que aparecían juntas con frecuencia.

El señor “Buckley” –que sabía hablar, era inteligente y curioso–

no había oído prácticamente nada de ciencia moderna. Tenía

un interés natural en las maravillas del universo. Quería saber de

ciencia,

...

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