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Anlaisis De Maria


Enviado por   •  29 de Abril de 2014  •  1.592 Palabras (7 Páginas)  •  175 Visitas

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María

Jorge Isaacs

A los hermanos de Efraín

He aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquél a quien tantoamasteis y que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después deescritas me han parecido pálidas e indignas de ser ofrecidas como un testimonio de migratitud y de mi afecto. Vosotros no ignoráis las palabras que pronunció aquella nocheterrible, al poner en mis manos el libro de sus recuerdos: «Lo que ahí falta tú lo sabes;podrás leer hasta lo que mis lágrimas han borrado.» ¡Dulce y triste misión! Leedlas, pues, ysi suspendéis la lectura para llorar, ese llanto me probará que la he cumplido fielmente.

I

Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a misestudios en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía pocosaños, y famoso en toda la República por aquel tiempo.En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mishermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban lavoz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello algunaslágrimas suyas.Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesaresque debía sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella precaucióndel amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mialma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de miexistencia.A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas,los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos.María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejillasonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.Pocos momentos después seguí a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas. Laspisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. Elrumor del Sabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por instantes.Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda en las que solían divisarse desde lacasa viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos:María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre.

María Jorge Isaacs

II

Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar alnativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yogozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia eloriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagabanalgunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por unaliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozadolos montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyopaso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarseen las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos. Misojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas deañosos gruduales; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. Entales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U***: ¡los perfumesque aspiraba eran tan gratos comparados con el de los vestidos lujosos de ella; el canto deaquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoriaporque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidastintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, dearomas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramosaquella con quien hemos soñado a los dieciocho años, y una mirada fugitiva suya quemanuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y susflores dejan tras sí esencias desconocidas; entonces caemos en una postración celestial:nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas nopueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después,nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es sumirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el vulgo creeráideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer aquien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas ycantadas: es necesario que vuelvan a el alma empalidecidas por la memoria infiel.Antes de ponerse el sol, ya había yo visto blanquear sobre la falda de la montaña lacasa de mis padres. Al acercarme a ella, contaba

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