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Cuentos de amor, de locura y de muerte Horacio Quiroga

vector12879Resumen3 de Noviembre de 2013

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CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga

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¡Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo, confiaba mucho

más que en el ramo de su pecho, en la precipitación aturdida con que la joven

había buscado algo que darle. Evocaba claramente el brillo de sus ojos cuando lo

vio llegar corriendo, la inquieta expectativa con que lo esperó –y en otro orden, la

morbidez del joven pecho, al tenderle el ramo.

¡Y ahora, concluido! Ella se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué le

importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes, su mismo padre? Por lo

menos iría con ella hasta Buenos Aires.

Hicieron efectivamente el viaje juntos, y durante él Nébel llegó al más alto

grado de pasión que puede alcanzar un romántico muchacho de dieciocho años

que se siente querido. La madre acogió el casi infantil idilio con afable

complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco, sonriendo sin cesar y

mirándose infinitamente.

La despedida fue breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio de

cordura que le quedaba, cortando su carrera tras ella.

Ellas volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él?

«¡Oh, no volver yo!» Y mientras Nébel se alejaba despacio por el muelle,

volviéndose a cada momento, ella, de pecho sobre la borda y la cabeza baja, lo

seguía con los ojos, mientras en la planchada los marineros levantaban los suyos

risueños a aquel idilio –y al vestido, corto aún, de la tiernísima novia.

VERANO

[I]

El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el primer

momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse poco ni mucho

por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un relámpago de pasión, y apenas

si en el agua dormida de su alma el último resplandor alcanzaba a rizar su amor

propio. Sentía, sí, curiosidad de verla. Hasta que un nimio incidente, punzando su

vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de

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pueblo, esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y

mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la fila de muchachos.

Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en toda

su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el

instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo

reconocerían entre el grupo.

Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.

–Parece que no se acuerda más de ti –le dijo un amigo, que a su lado había

seguido el incidente.

–¡No mucho! –se sonrió él–. Y es lástima, porque la chica me gustaba en

realidad.

Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que

había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que creía no

acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum! –repetía sin darse cuenta–. ¡Pum!

¡Todo ha concluido!

De golpe: ¿Y si no me hubieran visto?... ¡Claro! ¡pero claro! Su rostro se

animó de nuevo, y acogió esta vaga probabilidad con profunda convicción.

A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era elemental:

consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado; y acaso la viera.

Fue allá. Una súbita carrera por el patio respondió al timbre, y Lidia, para

detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente a la puerta vidriera. Vio a

Nébel, lanzó una exclamación, y ocultando con sus brazos la ligereza de su ropa,

huyó más velozmente aún.

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