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El Niño Que Enloqueció De Amor


Enviado por   •  11 de Junio de 2014  •  11.014 Palabras (45 Páginas)  •  233 Visitas

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¿Habéis oído cantar un pájaro en la

Luego, si el avecilla es lo que se llama un equilibrado y fuerte pajarito, descubre su engaño, hunde otra vez el pico en la tibieza de las plumas y se vuelve a dormir.

No obstante, avecitas hay, inquietas y frágiles, para quienes el rayo de luna tiene un poder de sortilegio. Y tras de cantar, saltan aturdidas y vuelan... Sólo que, como no es el día el que llegó, se pierden pronto en la obscuridad, o se ahogan en un lago iluminado por el pálido rayo de oro, o se rompen el pecho contra las espinas del mismo rosal florido que, horas después, pudo escucharles sus mejores trinos y encender sus más delirantes alegrías.

¿Cuál es el rayo venenoso que despierta algunas almas en la noche, les roba el amanecer y las ahoga en una existencia de tinieblas?

Voy a revelaros el secreto de un niño que enloqueció de amor.

Fuera de mí, nadie —ni su madre, hoy convertida en su esclava— poseyó nunca el secreto de la locura de ese niño. No os contaré todavía cómo cayó en mis manos este cuaderno doloroso e ingenuo. Os diré tan sólo que ahora lo publico porque ello no puede ya herir a nadie. Respeté muchos años el secreto de aquel niño, de aquel pájaro que cantó en la noche y no tuvo mañana. Me lo entregó la casualidad, y lo he guardado respetuoso, con el respeto que merece un niño sentimental y entristecido, una víctima del rayo venenoso que ilumina los corazones antes de tiempo y los lanza en ese vórtice llameante y obscuro, dulce y terrible del Amor.

Hoy ha comido aquí otra vez don Carlos Romeral. Es el hombre más inteligente que conozco. Como que cuando él habla, todos le escuchan y le encuentran razón. Yo, sobre todo, le encuentro razón siempre. Dice cosas que uno siente. No se habrá fijado uno mucho en esas cosas, pero las ha sentido y son la pura verdad. Esta noche me ha dicho que a la oración, junto con las golondrinas, pasan volando las campanadas de la iglesia. Y es cierto, pasan volando. Después me ha dicho: «Eso quiere decir que los niños, como las golondrinas, deben prepararse a esa hora para dormir»... lo cual ya no me parece nada. ¡Si él supiese—digo yo—cuánto me cuesta dormir a mí!

También habló en la mesa de un diario que él lleva de su vida. Después de comer, me ha hecho muchos cariños y yo le he preguntado qué era eso del diario. «Un cuaderno—me ha explicado—en donde algunas personas escriben todos los días lo que les pasa, porque a veces no se pueden conversar con nadie ciertas cosas.» Yo le dije que era cierto y que precisamente esas cosas eran las más importantes, las que más se deseaban hablar y que no se podían sin embargo, como él decía, conversar con nadie. Él me ha mirado entonces mucho rato, pensativo, y me ha hecho muchas preguntas de esas que ponen nervioso. Me entró una vergüenza... Y casi se me saltan las lágrimas, como si hubiera hecho algo malo, y me fui.

Cuando pasó un rato, lo estuve mirando desde el corredor. Estaba en la misma postura, solo en la salita, muy pensativo y fu¬mando...

Me quiere mucho, más que mi mamá, se me ocurre a mí. Viene pocas veces, pero yo pienso todos los días en él. Lo quiero mucho, pero mucho. Y desde ahora voy a llevar como él un diario en este cuaderno, bien escondido bajo la alfombra, para decir todo lo de Angélica...

Ha venido Angélica esta tarde y he vuelto a perder tontamente más de media hora de estar con ella. ¡Que siempre me pase lo mis¬mo!... Tanto como deseo verla, y oírla, y tocarla, y sentirla bien cerquita de mí, y luego pierdo así el tiempo... ¡Me da más rabia!... ¿Por qué seré tan nervioso? Pero en cuanto sé que ha llegado de visita, me confundo todo. ¡Qué voy a hacer! Me lo dicen, y siento como si me dieran un golpazo en el pecho, y se me sube primero toda la sangre a la cara, y después se me aflojan las piernas y me enfrío todo entero, y me pongo a tiritar y, en lugar de correr a verla, me voy al fondo de la casa, corriendo, sin poderme contener. ¿A qué me voy?, eso digo yo. Me voy a esperar... no sé a qué. Y es que me da miedo y no me atrevo a ir. Se me ocurre que, yendo así, de repente, me lo van a conocer... o que me va a dar algo. Y me la paso dando rodeos, hasta que poco a poco me voy acercando, acercando, y con un miedo... Me cuesta muchísimo llegar al salón, así, como por casua¬lidad. Y es, también, que como ella me quiere tanto, en cuanto me ve me llama y me besa y me abraza. Si sólo me besara, no sería nada, no me haría tanta impresión, pero me ha de abrazar, y eso sí que no lo puedo sufrir. No sé, no está en mí: todo es que la sienta apretada contra mí, y ya me entra una desesperación muy grande. Me ahogo, me dan ganas de llorar a gritos. Yo la apretaría, ¡claro!, con todas mis fuerzas, y le di¬ría todo lo que sufro por ella, y que la adoro, y mil cosas. Sin embargo, en esos momentos me desespero y sólo atino a salir corriendo, hasta el último patio otra vez. Hoy me fui; tampoco pude soportar. Después no sabía cómo volver. Menos mal, que ella me llamó. Me hizo sentarme en el sofá, a su lado, y ahí me estuve toda la visita, mirándola, oyéndola conversar con mi mamá y sintiendo su olorcito especial... A veces, cuando estoy así, junto a ella, bien calladito, me dan deseos de estar enfermo para que hable de mí y de nadie más, y me haga cariños... No es que no haya estado contento esta tarde; pero es que también me he puesto triste... Siempre me pongo triste. Yo digo que me da esa pena de ver cómo la quiero yo, mientras ella me quiere como a un niño. Y es natural, ¿Cómo me iba a querer? ¡Qué desgracia, Dios mío, qué desgracia! ¿Qué podría yo hacer?...

Tengo mucha pena y quisiera tener más. Por la tarde vino Angélica y le pidió a mi mamá que me dejara acompañarla a las tiendas, y en la calle se nos juntó un joven que ni me miró y no hizo sino hablar con ella. A ninguna tienda entramos; anduvimos por muchas calles y a mí me echaban por delante cuando no había gente. Yo quería mirar para atrás, pero no me atrevía. Después se despidió él y nos hemos vuelto muy ligero. Ella estaba muy contenta. Mientras más ligero andábamos, más triste me ponía yo, hasta que, ya en la esquina da casa, se me cayeron las lágrimas, y cuando ella me ha visto llorar se ha llevado un susto y me ha preguntado por qué lloraba. Yo le he contestado que porque ese antipático se nos juntó en la calle, y entonces ella ha soltado la risa, ha dicho: —«¡Qué chiquillo tan rico!»—y me ha preguntado si yo quiero ser su novio. Yo, por supuesto, me he quedado mudo. ¿Qué iba a decir? Y ella se ha puesto seria un rato y luego me ha hecho cariños. Pero siempre tengo pena... y quisiera tener más...

… y el tiempo va pasando y yo me

...

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