El Perfume
27836 de Noviembre de 2012
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En el siglo Xviii vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no
escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste
Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouchè
Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos
hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra,
impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia:
al efímero mundo de los olores.
En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las
calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a
madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin
ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al
penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los
mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban
los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a
leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se
respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de
artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal
carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo Xviii aún no
se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni
creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada
de algún hedor.
Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad
de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la Rue aux Fers y la
Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetiére des Innocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los
muertos del hospital H4tel- Dieu y de las parroquias vecinas, durante ochocientos años, carretas con docenas
de cadáveres habían vaciado su carga día tras día en largas fosas y durante ochocientos años se habían ido
acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución Francesa,
cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del atestado cementerio incitó a
los habitantes no sólo a protestar, sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y
abandonado después de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en las catacumbas de Montmartre.
Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de víveres.
Fue aquí, en el lugar más maloliente de todo el reino, donde nació el 17 de julio de 1738 Jean-Baptiste
Grenouille.
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