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El Rey De La máscara De Oro

Pilar583G8 de Febrero de 2014

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El rey de la máscara de oro

Por Marcel Schwob

El rey enmascarado de oro se alzó del negro trono en el que estaba sentado desde hacía horas y preguntó la causa del tumulto. Los guardias de las puertas habían cruzado las picas y se oía entrechocar el hierro. Alrededor del brasero de bronce también se alzaron los cincuenta sacerdotes situados a la derecha y los cincuenta bufones situados a la izquierda, y las mujeres agitaban las manos en semicírculo ante el rey. La llama rosa y púrpura que relumbraba en la alambrera de bronce del brasero hacía brillar las máscaras de los rostros. Imitando al descarnado rey, mujeres, bufones y sacerdotes llevaban inmutables caras de plata, cobre, madera y tela. Las máscaras de los bufones se abrían de risa mientras que las máscaras de los sacerdotes se oscurecían de preocupación. Cincuenta rostros sonrientes florecían a la izquierda y cincuenta rostros tristes fruncían el ceño a la derecha. No obstante, los claros tejidos que cubrían la cara de las mujeres imitaban rostros eternamente graciosos y animados por una sonrisa artificial. Pero la máscara de oro del rey era majestuosa, noble y verdaderamente real.

Ahora bien, el rey se mantenía silencioso y a causa de ese silencio se parecía a la raza de reyes de la cual era el último. En otro tiempo la ciudad estuvo gobernada por príncipes que llevaban la faz descubierta, pero largo tiempo atrás había surgido una amplia horda de reyes enmascarados. Ningún hombre había visto la cara de los reyes e incluso los sacerdotes ignoraban la razón. Pero en tiempos remotos se dio la orden de cubrir los rostros de todos los que acudían a la residencia real y aquella familia de reyes sólo conocía las máscaras de los hombres.

Mientras se estremecían los hierros de los guardias de la puerta y retumbaban sus sonoras armas, el rey preguntó con voz grave:

—¿Quién osa turbarme a la hora en la que me siento entre mis sacerdotes, mis bufones y mis mujeres?

Los guardias respondieron temblorosos:

—Muy absoluto rey, máscara de oro, es un hombre miserable vestido de larga túnica, parece uno de esos piadosos mendigos que vagan por la comarca y lleva la cara descubierta.

—Dejad entrar a ese mendigo—dijo el rey.

Entonces el sacerdote que llevaba la máscara más grave se volvió hacia el trono y se inclinó:

—¡Oh rey!—dijo—. Los oráculos han predicho que no es bueno para tu raza ver los rostros de los hombres.

El bufón cuya máscara estaba hendida por la risa más amplia volvió la espalda al trono y se inclinó:

—¡Oh mendigo —dijo— a quien no he visto aún! No hay duda de que eres más rey que el rey de la máscara de oro, puesto que a él le está prohibido mirarte.

La mujer cuya falsa cara tenía el vello más sedoso unió sus manos, las separó y las curvó como para asir los vasos de los sacrificios. El rey, dirigiendo los ojos a ella, temió la revelación de una faz desconocida.

Después, un mal deseo subió hasta su corazón.

—Dejad entrar a ese mendigo—dijo el rey de la máscara de oro.

A través del agitado bosque de picas entre las que brotaban espadas como hojas de resplandeciente acero salpicadas de oro verde y de oro rojo, un anciano de blanca barba erizada avanzó hasta el pie del trono y alzó hacia el rey una cara desnuda en la que vacilaban unos ojos inciertos.

—Habla—dijo el rey.

El mendigo replicó con voz fuerte:

—Si el que me dirige la palabra es el hombre enmascarado de oro, desde luego responderé; y creo que es él. ¿Quién se atrevería a levantar la voz en su presencia? Pero no puedo asegurarme por medio de la vista porque soy ciego. No obstante sé que en esta sala hay mujeres por el suave roce de sus manos en los hombros; hay bufones porque oigo risas y hay sacerdotes porque cuchichean gravemente. Ahora bien, los hombres de este país me han dicho que estabais enmascarados; y tú, rey de la máscara de oro, último de tu estirpe, no has contemplado nunca rostros de carne. Escucha: eres rey y no conoces al pueblo. Los de mi izquierda son los bufones, pues los oigo reír; los de mi derecha son los sacerdotes, pues los oigo llorar; y noto que los músculos de las caras de estas mujeres hacen muecas.

El rey se volvió hacia aquellos que el mendigo llamaba bufones y su mirada encontró las máscaras sombrías de preocupación de los sacerdotes; se volvió hacia los que el mendigo llamaba sacerdotes y su mirada encontró las máscaras florecidas de risa de los bufones, bajó los ojos hacia la media luna de sus mujeres sentadas y sus rostros le parecieron bellos.

—Mientes, extranjero—dijo el rey—. Tú eres el sonriente, el lloroso y el gesticulador, pues tu horrible cara, incapaz de fijeza, se ha hecho móvil para disimular. Los que has señalado como bufones son mis sacerdotes y los que has señalado como sacerdotes son mis bufones. ¿Cómo podrías juzgar la belleza inmutable de mis mujeres si tu rostro se pliega con cada palabra?

—Ni la de ellas ni la tuya—dijo el mendigo en voz baja—porque no puedo saber nada, ya que soy ciego, pero tú mismo no sabes nada de los demás ni de tu propia persona. Yo soy superior a ti en esto: sé que no sé nada. Y puedo hacer conjeturas. Quizá los que te parecen bufones lloran bajo la máscara y es posible que los que te parecen sacerdotes tengan su verdadera cara retorcida por la alegría de poderte engañar; ignoras si las mejillas de tus mujeres son de color ceniza bajo la seda. Tú mismo, rey enmascarado de oro, ¿quién sabe si no eres horrible a pesar de tus adornos?

Entonces el bufón que tenía la boca más profundamente hendida de alegría lanzó una risotada que parecía un sollozo, el sacerdote que tenía la frente más sombría dijo una súplica parecida a una risa nerviosa y todas las máscaras de las mujeres se estremecieron.

El rey con cara de oro hizo un signo. Los guardias agarraron por los brazos al viejo de cara desnuda y lo arrojaron por la gran puerta de la sala.

Pasó la noche y el rey tuvo el sueño inquieto. Durante la mañana vagó por su palacio porque un nuevo deseo había subido hasta su corazón. Pero ni en los dormitorios ni en la alta sala embaldosada de los festines ni en los salones pintados y dorados para las fiestas encontró lo que buscaba. En toda la vasta residencia real no había ni un solo espejo. Así lo había establecido la orden de los oráculos y la ordenanza de los sacerdotes desde hacía largos años.

El rey, en su trono negro, no se divirtió con los bufones, no escuchó a los sacerdotes y no miró a sus mujeres: pensaba en su cara.

Cuando el sol poniente arrojó la luz de sus sangrantes matices hacia las ventanas del palacio, el rey abandonó la sala del brasero, apartó a los guardias, atravesó rápidamente los siete patios concéntricos cerrados por siete murallas resplandecientes y salió secretamente al campo por una poterna baja.

Iba temblando y con curiosidad. Sabía que en contraría otros rostros y, tal vez, el suyo. En el fondo de su alma quería estar seguro de su propia belleza. ¿Por qué el miserable mendigo había sembrado la duda en su pecho?

El rey de la máscara de oro llegó a los bosques que guardaban la orilla de un río. Los árboles vestían cortezas pulidas y rutilantes. Había ramas radiantes de blancura. El rey cortó algunos brotes. Unos sangraron por la cortadura un poco de savia espumosa mientras su interior quedaba salpicado de manchas oscuras. Otros revelaron podredumbres secretas y fisuras negras. La tierra era sombría y húmeda bajo el tapiz policromo de hierbas y florecitas. El rey dio la vuelta con el pie a un grueso bloque veteado de azul cuyas lentejuelas reflejaron los últimos rayos de luz; un sapo desinflado se escapó del escondrijo con un sobresalto de espanto.

En el lindero del bosque, coronado el ribazo, el rey se paró encantado saliendo de entre los árboles. Había una muchacha sentada en la hierba; el rey veía sus cabellos trenzados hacia arriba, su nuca graciosamente curvada, su cintura flexible que hacía ondular su cuerpo hasta los hombros; pues entre dos dedos de la mano izquierda daba vueltas a un huso repleto y el extremo de un grueso copo se deshilachaba junto a su mejilla.

Se levantó cohibida, mostró la cara, y en medio de su confusión cogió entre los labios las briznas del hilo que torcía. De esa manera sus mejillas parecían atravesadas por una cortadura de matiz más pálido.

Cuando el rey vio los negros ojos agitados, las palpitantes ventanillas de la nariz, el temblor de los labios y la suavidad de la barbilla, que descendía hacia la garganta acariciada por la luz rosa, se abalanzó entusiasmado hacia la muchacha y le cogió las manos.

—Por primera vez—dijo—quisiera adorar una cara desnuda, quisiera quitarme esta máscara de oro porque me separa del aire que besa tu piel y los dos iríamos maravillados a mirarnos en el río.

La muchacha, sorprendida, tocó con la punta de los dedos las láminas metálicas de la máscara real. Pero el rey soltó con impaciencia los cierres de oro; la máscara cayó en la hierba y la muchacha lanzó un grito de horror tapándose los ojos con las manos.

Al instante huyó por entre las sombras del bosque apretando contra el pecho el huso recubierto de cáñamo.

El grito de la muchacha resonó dolorosamente en el corazón del rey. Corrió por la orilla, se inclinó hacia el agua del río y un ronco gemido brotó de sus propios labios. En el mismo momento en el que el sol desaparecía al otro lado de las sombrías colinas azules del horizonte, percibió una faz blancuzca, tumefacta, cubierta de escamas, con la piel levantada por espantosas hinchazones y, recordando

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