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El niño romano

gizell09Ensayo1 de Octubre de 2013

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A los doce años, el niño romano de buena familia abandona a la enseñanza elemental; a los catorce, abandona su indumentaria infantil y adquiere el derecho a hacer lo que todo muchacho anhela a los dieciséis o diecisiete, no de otra manera que Stendhal se dedicó a los dieciséis por ser húsar. No existe «mayoría de edad» legal, ni de impúberes, que dejan de serlo cuando su padre o su tutor advierten que están ya en edad de usar el atuendo adulto y de afeitarse el bozo incipiente. Aquí tenemos al hijo de un senador; a los dieciséis años cumplidos, es caballero; a los diecisiete, desempeña su primer cargo público: se ocupa de la policía de Roma, hace ejecutar a los condenados a muerte, dirige la Moneda; su carrera ya no se detendrá, llegará a ser general, juez, senador. ¿Dónde lo ha aprendido todo? En el tajo. ¿De sus mayores? De sus subordinados, mejor: tiene la suficiente altivez nobiliaria para que parezca que decide cuando le están haciendo decidir. Cualquier otro joven noble, a los dieciséis años, era oficial, sacerdote del Estado, o se había estrenado ya en el foro.

Al aprendizaje sobre el tajo de los asuntos cívicos y profesionales se añade el estudio escolar de la cultura (el pueblo posee una cultura, pero no tiene la ambición de cultivarse); la escuela es el medio para semejante apropiación y, al mismo tiempo, modifica esta misma cultura. Fue así como los jóvenes romanos, entre los doce y los dieciocho o los veinte años, aprendían a leer a sus clásicos, y luego estudiaban la retórica.

Mientras el niño romano, al pie de la cátedra, «le aconseja a Sila que renuncie a la dictaduras o delibera sobre lo que debe decidir la muchacha violada, ha alcanzado la pubertad. Comienzan unos años de indulgencia. Todo el mundo está de acuerdo: en cuanto los jóvenes se visten por primera vez de hombres, su primer cuidado consiste en granjearse los favores de una sirvienta o en precipitarse a Suburra, el barrio de mala fama de Roma; a menos que una dama de la alta sociedad, según se precisa, no ponga los ojos en ellos y tenga el capricho de espabilarlos. Para los médicos, como Celso o Rufo de Efeso, la epilepsia es una enfermedad que se cura por sí misma en la pubertad, o sea, en el momento en que las chicas tienen sus primeras reglas y cuando los chicos mantienen sus primeras relaciones sexuales; lo que equivale a decir que pubertad e iniciación sexual son sinónimos para los muchachos, ya que la virginidad femenina sigue siendo sacrosanta. Entre su pubertad y su matrimonio se extendía por tanto para los jóvenes un período en que era corriente la indulgencia de los padres; Cicerón y Juvenal, moralistas severos, y el emperador Claudio, en sus funciones de censor, admitían que había que hacer algunas concesiones al ardor de la juventud. Durante cinco o diez años, el muchacho se entregaba al libertinaje, o tenía una amante; o en compañía de una banda de adolescentes, podía echar abajo la puerta de una mujer de mala vida y consumar una violación colectiva.

Cuando llega el momento del matrimonio, se acaban las amantes, y se acaban igualmente las relaciones con los compañeros de fechorías.

Así fue al menos la primera moral romana. Pero, a lo largo del siglo II de nuestra era, se fue difundiendo paulatinamente la moral nueva, que siquiera teóricamente puso fin a aquélla; esta segunda moral, apoyada en leyendas médicas se propuso encerrar el amor dentro de los confines del matrimonio, incluso para los jóvenes, e incitar a los padres a conservarlos vírgenes hasta el día de sus bodas. El amor no es ciertamente un pecado, sino un placer; sólo que los placeres representan un peligro, lo mismo que el alcohol. Es preciso por tanto, para la salud, limitar su uso, y lo más prudente es incluso abstenerse de ellos por completo. No se trata de puritanismo, sino de higiene. Los germanos, «sólo conocen el amor tardíamente, de manera que sus fuerzas juveniles

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