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La Bocaracá, Carlos Salazar


Enviado por   •  18 de Marzo de 2015  •  872 Palabras (4 Páginas)  •  358 Visitas

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CARLOS

SALAZAR HERRERA

Cuentos de

angustias y paisajes

(selección)

La bocaracá

Aconteció en las inmensas soledades de Toro Amarillo.

Allá, una casa rompe la unidad de la selva, y fue Jenaro Salas quien primero arrancó unos árboles para sembrar su áspera vivienda.

Era un galerón de palos cubiertos de corteza, que se asomaba a la orilla de un camino abandonado. En el invierno... una ciénaga; en el verano... un polvazal.

La casucha veíase aún más humilde, bajo la arquitectura de una ceiba, casi tan alta como una plegaria.

Jenaro era un hombre atribulado, porque pensaba que la tierra lo malquería; la juzgó en su contra y quizás por eso, la región a veces lo atormentaba y a veces, también, se reía de él.

Acabó por sentir miedo de la soledad, de las tinieblas y del silencio, y vivió con un temor incesante... no sabía de qué.

De noche tardaba el sueño en llegar a sus ojos, y era entonces cuando la respiración de su mujer y de su hijito, o el chisporroteo de algún tizón que quedara vivo en la cocina, le servían de consuelo o gozo.

En las noches sin luna, una llamita en la linterna tenía el poder de un faro.

Cierta tarde, regresaba Jenaro Salas de su trabajo de montaña, tirando de una carretilla cargada de súrtubas y palmitos. Al acercarse a su rancho, halló en el portón a su pequeño hijito, que lloraba con claros deseos de contar algo que no sabía decir.

Movido por el temor, Jenaro no se ocupó más del niño. Echó a correr y se metió en la casa,..

Pero en la casa no estaba su mujer.

La llamó varias veces. Muy angustiado se asomó por la puerta trasera. Dirigió su vista en todas direcciones, como una brújula agitada; al fin se clavó en el norte, hacia abajo, junto al riachuelo que transcurría a una pedrada de lejos.

Corrió otra vez. Allí estaba su mujer, tendida en el suelo, lívida, inconsciente. Dos de los nudillos de su mano izquierda sangraban. Cerca de ella había una serpiente de unos dos palmos de longitud, con la cabeza aplastada y todavía en convulsiones.

Era una bocaracá.

Jenaro no ignoraba que en aquellos casos, unos minutos malgastados eran de la muerte. No debía perder tiempo en aplicar inútiles remedios caseros, ni en consolar al niño que lloraba, con los ojitos como dos preguntas. Iría a buscar suero contra la mordedura de serpientes, y para hallarlo necesitaba consumir veinte kilómetros de mal camino.

Arrastró a su mujer hasta la casa y allí la dejó tirada sobre un camastro.

Buscó su caballo. Hizo riendas de un cordel. Arrebató un látigo a un árbol. Montó en pelo la bestia y, azotándola en ambas ancas, la echó a correr desenfrenada sobre la grosería del camino.

Echemos atrás y conozcamos lo que había ocurrido:

Tana, la mujer de Jenaro Salas, hallábase aquella tarde en

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