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La Felicidad


Enviado por   •  9 de Diciembre de 2012  •  4.140 Palabras (17 Páginas)  •  386 Visitas

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Cuando mi querida amiga Eneida Vázquez me pidió que aceptara asumir la

responsabilidad de algo que respondía al intimidante nombre de "lección

inaugural", por poco salgo corriendo. Cuando me dijo que el tema era nada

menos que "el significado de la educación universitaria" y me recordó que

este año celebramos el Sesquicentenario de don Eugenio María de Hostos,

efectivamente salí corriendo. Les confieso que me entró una canillera de ocho

cilindros. ¿De qué puedo yo hablarles a unos adolescentes que, a su corta edad,

saben más de la vida que yo?, pensaba, almorzándome las uñas de

ansiedad. ¿Cómo explicarle la visión hostosiana de la educación universitaria a

una gente que vive todos los días en la cuerda floja de la sobrevivencia

social, balanceándose precariamente entre la criminalidad, el SIDA y el

plebiscito? ¿A qué citas pomposas recurrir ("No hay triunfo sin lucha", "Sin

dignidad no hay nada en la vida") para convencerlos de que la universidad

puede ser algo más, mucho más que una fábrica de diplomas o una digresión

de cuatro años para caer de cabeza en la fila del Desempleo o un resuelve para

cobrar la BEOG?

Tras el preseo olímpico de Eneida, solté el teléfono como se suelta un

caldero caliente. Pero ya le había dado el temido y definitivo sí.

Para llegar a esa decisión fatal, tuve que imponerme a mí misma tres

condiciones. La primera, que yo no iba a dar ninguna lección porque las

lecciones sencillamente no se dan sino que se hacen con la participación libre

y voluntaria de maestros y estudiantes. La segunda condición era el

reconocimiento de que quien único iba a inaugurar algo aquí no era yo sino

ustedes, que son - después de todo y a mucho orgullo - los prepas. Lo que me

tocaría a mí, si acaso, sería más bien augurar, verbo que según el

diccionario quiere decir: anunciar algo –bueno o malo- que está por ocurrir.2

Y en tercer lugar: que yo no iba a elucubrar doctas exégesis sobre el

significado de la educación universitaria según don Eugenio María de Hostos

porque -con el perdón del ilustre mayagüezano- no tenía la más mínima

intención de ponerlos a todos a roncar y quedarme hablando, como la mala

de las telenovelas, en voz alta conmigo misma.

Así es que decidí hacer lo que me han dicho que hago menos mal en la

vida: contar cuentos. Y revivir con ustedes el sustito sabrosón de aquella

primera vez que planté un tímido chámpion en este sacrosanto campus de

Río Piedras, allá por la remota y revoltosa década de los sesentas. Sí, aunque

no lo crean: tremendo sustito. Porque en 1964 la Universidad de Puerto

Rico representaba, para la nenita estofoncita y bobita de colegio católico

americano que era yo entonces, nada menos que la encarnación

institucional del Mal. “Por favor”, nos aconsejaban juiciosamente aquellas

monjas dominicas que eran nuestras mollerudas guardaespaldas

espirituales, “no vaya a la UPR: van a poner en peligro su fé”.

Palabras con luz. Si algo me enseñaron mis cuatro años en esta

especie de Territorio libre de América que ha sido para mi la UPR fue a

desconfiar, a sospechar, a poner siempre en peligro todo tipo de fe. Yo

venía, como muchos de ustedes, de un mundo pre-fabricado, preprogramado y casi predestinado en el que gobernaban sin partido de

oposición el miedo y el dogma. Y dentro de ese mundillo (para qué voy a

negarlo ahora) era, como la mayoría de los bebés

Carnation que fueron mis compañeros de clase,

relativamente feliz, según la definición años cincuenta,

urbanizada y libre-asociada de la felicidad. Aceptaba sin mayores

cuestionamientos el orden impuesto en la casa y en la escuela. Y como nada

puede resultar amenazante para el que se alinea mansamente con los dulces

dictados de la autoridad doméstica, académica y celestial, vivía muy oronda

y muy inocentemente persuadida de que aquel era el mejor de los mundos

posibles. Y la palabra que mejor resumía esa amable docilidad mía era,

naturalemente, una palabra en latín: amén.

Para los que nos criábamos bajo la sombrilla protectora del Estado 3

Libre Asociado en los tiempos del muñocismo glorioso,

todo era inevitablemente blanco o negro. No existía, no

podía existir de ninguna manera eso que llaman por ahí las

zonas grises: the twilight zone. Estábamos seguros de

que, como en las nuevas series de aventuras a lo Perry Mason y

Cisco Kid que presenciábamos hipnotizados ante nuestros flamantes televisores

Dumont, los habitantes de este planeta estaban divididos en dos bandos

...

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