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La Odisea


Enviado por   •  6 de Enero de 2015  •  4.630 Palabras (19 Páginas)  •  219 Visitas

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Cuéntame, Musa, las desdichas de aquel ingenioso y astuto varón, que anduvo tiempo errante por el mundo, tras haber destruido los sagrados muros de Ilion, que visitó muchas ciudades y conoció el modo de ser de numerosas personas; que, en el mar, supo de tantos padecimientos para lograr su propia salvación y el retorno de sus compañeros; mas no pudo salvarlos, a pesar de todos sus esfuerzos, ya que parecieron a causa de sus propios errores. ¡Insensatos! Comieron los rebaños del Sol, y este dios impidió que regresaran a sus lares.

Cuéntanos, diosa, hija de Zeus, algunas de tales aventuras.

Todos los guerreros que habían logrado escapar a los horrores de la muerte habían regresado a sus hogares, tras haber eludido los peligros del mar y de la guerra. Sólo uno de ellos, deseoso de regresar y ver a su esposa, fue retenido por la angusta ninfa Calipso, la cual, en sus profundas grutas, ansiaba hacerle su esposo.

Pero cuando, al correr de los años, llegó el tiempo decretado por los dioses para que retornara a Itaca, donde este héroe, aun en medio de sus amigos, habría de enfrentarse a inevitables peligros, todos los dioses inmortales se apiadaron de él, todos menos Posidón, el cual guardó siempre un profundo rencor al divino Ulises, hasta que éste pudo al fin llegar a su patria.

Sin embargo, Posidón habíase trasladado al país de los Etíopes, que habitan lejanas tierras, y que situados en los confines del mundo, se dividen en dos naciones, una de ellas vuelta hacia el poniente, la otra hacia el oriente, donde, en medio de las hecatombes de toros y ovejas, Posidón asistía gozoso a sus festines; habiéndose reunido los otros dioses y diosas en el palacio de Zeus, rey del Olimpo, padre de los dioses y de los hombres, dejó oír su voz el primero de todos; entonces evocó en su pensamiento a Egisto, que acababa de ser sacrificado por el hijo de Agamenón, el ilustre Orestes; al acordarse de este príncipe, dirige estas palabras a los dioeses inmortales:

—¡Ay!, los hombres no cesan de acusar a los dioses, diciendo que de nosotros provienen todos los males, y sin embargo, es por sus propios errores por lo que, a pesar del destino, sufren tantos sinsabores. Así, ahora Egisto, a pesar del destino, se ha unido a la esposa del Atrida, e incluso ha dado muerte a este heróe, a su regreso de Ilion, a pesar de conocer Egisto la horrible muerte de que habría de morir; ya que nosotros mismos, para predecírsela, enviamos a Hermes para que le avisara de que no sacrificase a Agamenón y no se uniera a la mujer de este heróe; porque Orestes se vengaría, cuando, al llegar a su juventud, desease entrar en posesión de su herencia. Así hablo Hermes; pero estos prudentes consejos no lograron persuadir el alma de Egisto, y ahora está expiando todo el cúmulo de sus crímenes.

Responde a esto la divina Atenea:

—Hijo de Cronos, padre mío, el más poderoso de los dioses, sin duda es cierto que ese hombre ha perecido de una muerte justamente merecida. ¡Que así perezca cualquier otro mortal que sea culpable de tales errores! Pero mi corazón se siente consumido por la pena al pensar en el valiente Ulises, ese desdichado que, lejos de sus amigos, sufre acerbos dolores en una isla lejana, en medio del mar; en esa isla, cubierta de bosques, vive una diosa, hija del prudente Atlas, que conoce todos los abismos del mar y sostiene las altas columnas que sirven de apoyo a la tierra y a los cielos. Sí, la hija de Atlas retiene a ese héroe infortunado, que no cesa de gemir; le halaga sin cesar con dulces y engañosas razones, para hacer que se olvide de Itaca; pero Ulises, cuyo único deseo es volver a ver elevarse el humo de su país natal, preferiría morir. ¡Cómo!; es que tu corazón no llegará a conmoverse, rey del Olimpo? ¿Es que Ulises, junto a las naves argivas, y en los vastos campos de Ilion, descuidó alguna vez tus sacrificios? ¿Por qué, entonces, estás tan enojado contra él, oh Zeus grande y poderoso?

—¡Hija mía! —exclama el dios que reúne las nubes—, ¿qué palabras acaban de escapar de tus labios? ¿Cómo podría olvidar alguna vez al divino Ulises, que supera a todos los mortales por su prudencia, y que siempre ofreció los más pingües sacrificios a los dioses del Olimpo? Pero el poderoso Posidón sigue enojado contra Ulises, a causa de Cíclope, al cual éste privó de la vista, el divino Polifemo, que, por fuerza enorme, sobrepasa a todos los demás Cíclopes. La ninfa Toosa, hija de Forcis, príncipe del mar, fue quien, habiéndose unido a Posidón en sus profundas grutas, dio a luz a Polifemo. Desde entonces, Posidón no ha hecho perecer a Ulises, pero le obliga a errar lejos de su patria. Todos nosotros, los aquí presentes, debemos, pues deliberar sobre ese retorno, y acerca de los medios con que pueda llevarse a cabo: Posidón aplacará su cólera; porque no podrá él solo oponerse a la voluntad de todos los dioses inmortales.

—Padre mío, el más poderoso de los dioses inmortales, —le responde Atenea—, si les place a los dioses bienaventurados que el prudente Ulises regrese a su hogar, enviemos, pues, al mensajero Hermes a la isla de Ogigia, para declarar enseguida a la hermosa ninfa que nuestra irrevocable decisión sobre el valeroso Ulises es que vuelva a su patria. Yo misma iré a Itaca para animar a su hijo, e infundiré valor a su pecho, para que convoque la asamblea de los griegos, y prohiba la entrada en su casa de todos los pretendientes, los cuales sacrificaran sin cesar sus innumerables rebaños de bueyes y ovejas. A continuación voy a enviarle a Esparta y a la arenosa Pilos, para que se informe, por algunos rumores, del regreso de su padre, y obtenga gran fama entre los mortales.

Habiendo así hablado, la diosa se calza unos preciosos e inmortales borceguíes de oro, que con la velocidad del viento la transportan por encima de las aguas y de la tierra inmensa. Luego coge en su mano la larga lanza de acerada punta, arma fuerte, terrible, y pronta a derribar los batallones de los héroes contra los cuales se irrita la hija de un dios poderoso. Parte de allí lanzándose de lo alto del Olimpo, y se detiene en medio del pueblo de Itaca, frente al vestíbulo de Ulises, en el umbral del patio; la diosa, bajo los rasgos del extranjero Mentes, rey de los tafios, tiene en su mano la lanza refulgente. Primero se encuentra a los osados pretendientes, que se entretenían jugando a los dados delante de las puertas, tendidos encima de las pieles de bueyes que ellos mismos habian degollado; heraldos y diligentes servidores se apresuraban a mezclar el vino y el agua, los unos, y los otros, con esponjas de innumerables poros, lavaban las mesas, las colocaban delante de los pretendientes, y cortaban las carnes en pedazos.

El

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