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Las Estrellas

italokatekaru3 de Julio de 2011

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Resumen: Elegimos como motivos destacados de la obra de Vargas Llosa los tres aspectos que aparecen en el título -seducción, erotismo y amor- los cuales se cumplen en ambos antagonistas de modo diverso, pero innegablemente cíclico. En la niña mala prevalece la noción seductora que resulta expresada en las diferentes facetas de su comportamiento y el protagonista emerge como una víctima de esta seducción. El erotismo se cumple en etapas también, en las cuales Otilia “educa” a Ricardo hasta convertirlo en un adicto al sexo, mejor dicho, un adicto a su cuerpo de hembra tentadora. En cuanto al tema del amor, el comportamiento de ambos antagonistas difiere: Ricardo vive en el primer encuentro el deslumbramiento que posteriormente lo conducirá de manera gradual al erotismo, el cual definitivamente anclará en el amor que de forma innegable deposita en la niña mala.

Palabras clave: Vargas Llosa, seducción, literatura amorosa

Parece de antemano imposible o, por lo menos, difícil de asumir en un mundo que día a día se vuelve más escéptico, que el narrador de esta novela encare no sólo el tema del amor, sino también el del erotismo y la seducción de una manera tan peculiarmente interconectada que no puedan separarse -al menos radicalmente- uno de los otros.

He planteado el orden de los temas de la siguiente manera: “Seducción, erotismo y amor”. Esto acontece con Otilia -personaje principal de la novela- en quien prevalece la necesidad de seducir primero, entregarse luego a un erotismo que es para ella tentativo y gradual, para concluir -no en todos los casos, posiblemente sólo en uno- inmersa en una forma peculiar del amor que ella profesa por el protagonista de la novela.

Ricardo y Lily, Ricardo y Arlette por mencionar tan solo dos de los momentos cíclicos que reúnen a los antagonistas en esa lucha irrefrenable que sostienen y mediante la cual desean: uno, aferrarse y eternizar el momento y, la otra, intentar un acercamiento del cual no está convencida, en tanto que una voz interior le grita que algo hay para descubrir que ella aún no ha percibido claramente.

Observemos en primera instancia el motivo poético de la seducción. Cuando Arlette -segundo rostro simbólico de Otilia- llega a París, el focalizador interno fijo graba tres o cuatro características de la personalidad de la joven que van más allá de meros atributos individuales para anclar en una manera de ser no totalmente preconcebida, pero que delinea rasgos implícitos de una personalidad carismática para el amor y el sexo.

Ella tiene una silueta graciosa, una piel cálida y, a pesar de la vestimenta en extremo sencilla y algo grotesca que llevaba, hay una señal que puede percibirse más allá de esos vestidos, se halla ese toque femenino expresado en la manera de caminar y moverse, aunado al modo de fruncir sus gruesos labios cuando habla de temas no del todo trascendentes.

Y ella no es una actriz consciente de su papel, es más bien alguien que desempeña un rol que desconoce en lo inmediato y que conoce mediatamente a la perfección cuando su experiencia le permite ver y palpar los resultados que alcanza.

Dicho de otro modo, se trata de una mujer capaz de atrapar en las redes de sus movimientos seductores al más prevenido. Teje su tela con los materiales que la madre naturaleza le ha dado; captura a su víctima y se sienta a devorarla pausadamente; se deleita y sufre a la vez, porque sabe que muchas veces las cosas le salen muy bien, pero en otras ocasiones no sucede así.

Otro atributo que radica también en la cara son sus ojos oscuros y expresivos; diría más bien, ojos equívocamente expresivos y simbólicamente oscuros; no pasamos por alto la referencia racial que se indica en el negro de sus ojos, pero quiero detenerme en la sugerencia que está implícita en ellos. Al igual que el Tabaré de Zorrilla con sus ojos azules representaba la unión forzada de dos culturas, también la niña mala con sus ojos oscuros alegoriza la unión de una mujer tipológica, casi podríamos decir “común y corriente”, con otro tipo menos común y nada corriente; me refiero a la fémina que se ha formado en la escuela de la necesidad y la búsqueda y que ha moldeado en esta misma escuela una personalidad que atrapa, subyuga y erotiza. Su magia consiste precisamente en no contar con sortilegio alguno, a no ser su capacidad innata para envolver a la víctima y alimentarse gradualmente de ella.

Además, sus ojos envían muchos mensajes simultáneos que aluden a su “estar en el mundo”, a su necesidad de ser tenida en cuenta, a la gracia implícita de su juventud tentadora, a su requerimiento constante de búsqueda; en fin, a mucho más que confunde y atonta bajo el manto de la seducción a la víctima propiciatoria, la cual se deja engañar por el carácter equívoco de esa mirada y por la ternura aparente que a la menor provocación se vuelve ferocidad que destruye. Me atrevo a decir que es una mirada a la que no hay que responder con otra mirada si no se quiere correr el riesgo de perder la paz espiritual y el desahogo que da -muchas veces así sucede- la inocencia de una vida no comprometida con las apariencias que el amor ofrece.

El narrador focalizador interno fijo [1] señala: “Sigue manando de ella esa picardía que yo recordaba muy bien.” [2]

Al reconocerla, Ricardo ve en esta mujer los atributos eternos de una fémina de quien podría decirse también en voz paralela a la de Dostoievski: “¡Qué bella es! Si fuera buena todo se habría salvado” [3]. Es más, todavía se puede decir, porque la niña mala no ha caído aún en el hondo abismo axiológico que por sus acciones posteriores le tendrá reservado el destino.

Inclusive podemos llegar a pensar que esa misma picardía -inherente al personaje- podría ser una manera válida de rescatarla de la ruindad moral que la aguarda. Pero Otilia prefiere valerse de esa “picardía” con otros fines completamente ajenos a una escala moral determinada; prefiere utilizarla como anzuelo eficaz para atrapar y corromper al hombre en turno.

Deseo detenerme un momento en el concepto de “corrupción” que es también inseparable del personaje. Mediante la ruta equívoca de la seducción ella procede a llevar a cabo la cuidadosa tarea de la perversión del otro. En Ricardo el proceso se cumple de manera progresiva y puntual. No de forma total, porque no llega al extremo de arruinarlo físicamente mediante algún contagio inherente a los riesgos constantes de connivencia carnal con hombres tan diversos; pero alcanza -creo que esto es más terrible que lo otro- un grado de acción pervertidora en términos espiritualmente morbosos. La corrupción de Ricardo se ofrece en cifras de obsesiva dependencia y degradación; de una manera de sometimiento consciente y al mismo tiempo inconsciente a esa mujer que paulatinamente lo arroja en el abismo de su propia soledad, dejándolo únicamente con la posibilidad de relatar su historia, esto es, “contarla a ella” al mismo tiempo que se “contará a sí mismo” y -por este camino- volverá a vivir, a la manera de Eneas [4] y de Francisca [5], el horror de reiterar algo que sólo se desea olvidar.

Pero el olvido representaría paz en ese mundo convulsionado e inquieto de Ricardo y, del mismo modo que en el infierno dantesco no puede haber reposo para aquellos que han pecado, aquí tampoco se concibe al sosiego como una forma de alcanzar la redención espiritual.

En cada uno de los reencuentros que siguen y que pautan la relación entre Ricardo y la niña mala, podremos ver de qué manera el niño bueno es seducido de renovada forma, mientras el erotismo se impone también con igual carácter para llegar finalmente a lo que denomino “amor” en el contexto de este análisis.

Veamos el proceso.

1. Con Lily, la chilenita, existe tan solo el deslumbramiento de un joven, casi un niño. La seducción podrá contemplarse aquí en términos neoplatónicos con un alcance de espiritual inocencia. La ausencia de los cuerpos nos autoriza a detenernos sólo en las almas y Lily es ya una “niña” que busca deslumbrar. Sabemos que Ricardo se enamora y no es correspondido. Cuando se separan, ella ya lo ha inoculado con el veneno del amor mediante el hábil proceso que sabe manejar con acierto a pesar de su total inexperiencia en este terreno.

2. Con Arlette los términos cambian, porque la “guerrillera” representa ya la típica pragmática que acompañará en lo sucesivo a la asunción de los diferentes rostros aparentes que ella lleva. Es guerrillera para poder viajar, al mismo tiempo que manifiesta una total indiferencia hacia la causa política que supuestamente tendría que defender; por ello cuando se enfrenta al hecho inminente de tener que ir a Cuba con fines de entrenamiento guerrillero, le pedirá a Ricardo Somocurcio que la libere de este duro compromiso. Antes de hacerlo se entrega a él con fría indiferencia. Mientras Ricardo cree tocar las nubes en la vivencia primera del erotismo, ella está usando este mismo erotismo como herramienta de seducción. La joven continúa moviéndose en términos de conquista, mientras él cae en la trampa de la sensualidad. La indiferencia de la mujer que usa su cuerpo es símbolo y trasunto de un corazón implacable que no vacila ante nada para alcanzar sus aspiraciones. En fin, la camarada Arlette abandonada por Ricardo en su intento por evadir la responsabilidad cubana se volverá amante del conocido comandante Chacón, hombre de confianza del propio Fidel Castro. El escritor que está detrás del narrador dirige un cierto guiño picaresco al lector cuando la propia niña mala se cuela en las filas de la revolución castrista. La pluma de Vargas Llosa no pierde su carácter implacable que todo buen escritor comprometido

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