Oración al Santo Juez
babiloEnsayo11 de Septiembre de 2012
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Oración al Santo Juez
Si ojos tienen que no me vean,
si manos tienen que no me agarren,
si pies tienen que no me alcancen,
no permitas que me sorprendan por la espalda,
no permitas que mi muerte sea violenta,
no permitas que mi sangre se derrame,
Tú que todo lo conoces,
sabes de mis pecados,
pero también sabes de mi fe,
no me desampares,
Amén.
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UNO
Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le
daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte.
Pero salió de dudas cuando despegó los labios y vio la pistola.
-Sentí un corrientazo por todo el cuerpo. Yo pensé que era el
beso... –me dijo desfallecida camino al hospital.
-No hablés más, Rosario –Le dije, y ella apretándome la
mano me pidió que no la dejara morir.
-No me quiero morir, no quiero.
Aunque yo la animaba con esperanzas, mi expresión no la
engañaba. Aún moribunda se veía hermosa, fatalmente divina
se desangraba cuando la entraron a cirugía. La velocidad de la
camilla, el vaivén de la puerta y la orden estricta de una
enfermera me separaron de ella.
-Avísale a mi mamá –alcancé a oír.
Como si yo supiera dónde vivía su madre. Nadie lo sabía, ni
siquiera Emilio, que la conoció tanto y tuvo la suerte de tenerla.
Lo llamé para contarle. Se quedó tan mudo que tuve que
repetirle lo que yo mismo no creía, pero de tanto decírselo para
sacarlo de su silencio, aterricé y entendí que Rosario se moría.
-Se nos está yendo, viejo.
Lo dije como si Rosario fuera de los dos, o acaso alguna vez
lo fue, así hubiera sido en un desliz o en el permanente deseo
de mis pensamientos.
-Rosario.
No me canso de repetir su nombre mientras amanece,
mientras espero a que llegue Emilio, que seguramente no
vendrá, mientras espero que alguien salga del quirófano y diga
algo. Amanece más lento que nunca, veo apagarse una a una las
luces del barrio alto de donde una vez bajó Rosario.
-Mirá bien donde estoy apuntando. Allá arriba sobre la hilera
de luces amarillas, un poquito más arriba quedaba mi casa. Allá
debe estar doña Rubi rezando por mí.
Yo no vi nada, sólo su dedo estirado hacia la parte más alta
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de la montaña, adornado con un anillo que nunca imaginó que
tendría, y su brazo mestizo y su olor a Rosario. Sus hombros
descubiertos como casi siempre, sus camisetas diminutas y sus
senos tan erguidos como el dedo que señalaba. Ahora se está
muriendo después de tanto esquivar la muerte.
-A mí nadie me mata –dijo un día-. Soy mala hierba.
Si nadie sale es porque todavía estará viva. Ya he preguntado
varias veces pero no me dan razón, no la registramos, no hubo
tiempo.
-La muchacha, la del balazo.
-Aquí casi todos vienen con un balazo- me dijo la informante.
La creíamos a prueba de balas, inmortal a pesar de que
siempre vivió rodeada de muertos. Me atacó la certeza de que
algún día a todos nos tocaba, pero me consolé con lo que decía
Emilio: ella tiene un chaleco antibalas debajo de la piel.
-¿Y debajo de la ropa?
-Tiene carne firme –respondió Emilio al mal chiste-. Y
contentate con mirar.
Rosario nos gustó a todos, pero Emilio fue el único que tuvo
el valor, porque hay que admitir que no fue sólo cuestión de
suerte. Se necesitaba coraje para meterse con Rosario, y así yo lo
hubiera sacado, de nada hubiera servido porque llegué tarde.
Emilio fue el que la tuvo de verdad, el que se la disputó con su
anterior dueño, el que arriesgó la vida y el único que le ofreció
meterla entre los nuestros. «Lo mato a él y después te mato a
vos», recordé que la había amenazado Ferney. Lo recuerdo
porque se lo pregunté a Rosario:
-¿Qué fue lo que te dijo , Farley?
-Ferney.
-Eso, Ferney.
-Que primero mataba a Emilio y después me mataba a mí –
me aclaró Rosario.
Volví a llamar a Emilio. No le pregunté por qué no venía a
acompañarme, sus razones tendría. Me dijo que él también
seguía despierto y que seguramente más tarde pasaría.
-No te llamé para eso, sino para que me dieras el teléfono de
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la mamá de Rosario.
-¿Supiste algo? –preguntó Emilio.
-Nada. Siguen ahí adentro.
-Pero qué, ¿qué dicen?
-Nada, no dicen nada.
-¿Y ella te dijo que le avisaran a la mamá? –preguntó Emilio.
-Eso dijo antes que se la llevaran.
-Qué raro –dijo Emilio-. Hasta donde yo supe, ya no se
hablaba con su mamá.
-No hay nada de raro, Emilio, ahora sí como que es en serio.
Rosario siempre ha luchado por olvidar todo lo que ha
dejado atrás, pero su pasado es como una casa rodante que la
ha acompañado hasta el quirófano, y que se abre espacio a su
lado entre monitores y tanques de oxígeno, donde la tienen
esperando a que resucite.
-¿Cómo dijo que se llamaba?
-Se llama –le corregí a la enfermera.
-Entonces, ¿cómo se llama?
-Rosario –mi voz dijo su nombre con alivio.
-¿Apellido?
Rosario Tijeras, tendría que haber dicho, porque así era como
la conocía. Pero Tijeras no era su nombre, sino más bien su
historia. Le cambiaron el apellido, contra su voluntad y
causándole un gran disgusto, pero lo que ella nunca entendió
fue el gran favor que le hicieron los de su barrio, porque en un
país de hijos de puta, a ella le cambiaron el peso de un único
apellido, el de su madre, por un remoquete. Después se
acostumbró y hasta le acabó gustando su nueva identidad.
-Con el solo nombre asusto –me dijo el día en que la conocí-.
Eso me gusta.
Y se notaba que le gustaba, porque pronunciaba su nombre
vocalizando cada sílaba, y remataba con una sonrisa, como si
sus dientes blancos fueran su segundo apellido.
-Tijeras –le dije a la enfermera.
-¿Tijeras?
-Sí, Tijeras –le repetí imitando el movimiento con dos dedos-.
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Como las que cortan.
-Rosario Tijeras –anotó ella después de una risita tonta.
Nos acostumbramos tanto a su nombre que nunca pudimos
pensar que se llamara de otra manera. En la oscuridad de los
pasillos siento la angustiosa soledad de Rosario en este mundo,
sin una identidad que la respalde, tan distinta a nosotros que
podemos escarbar nuestro pasado hasta en el último rincón del
mundo, con apellidos que producen muecas de aceptación y
hasta perdón por nuestros crímenes. A Rosario la vida no le
dejó pasar ni una, por eso se defendió tanto, creando a su
alrededor un cerco de bala y tijera, de sexo y castigo, de placer y
dolor. Su cuerpo nos engañaba, creíamos que se podían
encontrar en él las delicias de lo placentero, a eso invitaba su
figura canela, daban ganas de probarla, de sentir la ternura de
su piel limpia, siempre daban ganas de meterse dentro de
Rosario. Emilio nunca nos contó cómo era. Él tenía la autoridad
para decirlo porque la tuvo muchas veces, mucho tiempo,
muchas noches en que yo los oía gemir desde el otro cuarto,
gritar durante horas interminables sus prolongados orgasmos,
yo desde el cuarto vecino, atizando el recuerdo de mi única
noche con ella, la noche tonta en que caí en su trampa, una sola
noche con Rosario muriéndose de amor.
-¿A qué horas la trajeron? –me preguntó la enfermera,
planilla en mano.
-No sé.
-¿Cómo qué horas serían?
-Como las cuatro –dije-. ¿Y qué horas serán ya?
La enfermera volteó a mirar un reloj de pared que estaba
detrás.
-«Las cuatro y media» -anotó la enfermera.
El silencio de los pisos es violentado a cada rato por un grito.
Pongo mucha atención por si alguno viene de Rosario. Ningún
grito se repite, son los últimos alaridos de los que no verán la
nueva mañana. Ninguna voz es la de ella; me lleno de
esperanza pensando que Rosario ya ha salido de muchas como
ésta, de las historias que a mí no me tocaron. Ella era la que me
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las contaba, como se cuenta una película de acción que a uno le
gusta, con la diferencia de que ella era la protagonista, en carne
viva, de sus historias sangrientas. Pero hay mucho trecho entre
una historia contada y una vivida, y en la que a mí me tocaba,
Rosario perdía. No era lo mismo oírla contar de los litros de
sangre que le sacó a otros, que verla en el piso secándose por
dentro.
-No soy la que pensás que soy –me dijo un día, al comienzo.
-¿Quién sos, entonces?
-La historia es larga, parcero –me dijo con los ojos vidriosos-,
pero la vas a saber.
A pesar de haber hablado de todo y tanto, creo que la supe a
medias; ya hubiera querido conocerla toda. Pero lo que me
contó, lo que vi y lo que pude averiguar fue suficiente para
entender que la vida no es lo que nos hacen creer, pero que
...