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Enviado por   •  18 de Febrero de 2014  •  Tesis  •  1.767 Palabras (8 Páginas)  •  188 Visitas

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La segunda me miró y puso cara de quien dice: «¿qué tontería tener celos de su trabajo, no?» Y la tercera continuó:

—¡De ella no se habla, pues! —dijo señalando a la primera—. Qué celos tremendos cuando él comenzó a viajar al norte y al sur detrás de ella, diciendo que iba a trabajar por Brasil.

La primera respondió enfurruñada:

—En vez de tener celos, debería ir a trabajar con él: muy bien le vendría a Brasil.

—Pues sí.

En ese momento las tres suspiraron igual. Y por la actitud, se quedaron pensando igual. Hundidas en el sofá. Pero después se enderezaron y doña Clarice dijo:

—Bien, pero eso fue antes. Después vi que no era posible que él sólo me quisiese a mí.

—Daba la impresión de que él era tan pequeñito por dentro que sólo le cabía un amor, ¿no? -dijo la segunda.

Y la primera acotó enseguida:

—Pues sí.

—Y en ese momento: ¡plaf! Mis celos se terminaron.

—¡Plaf!

—¡Plaf!

Y cada vez que una decía plaf, se abrazaba a la otra. ¡Qué cosa tan graciosa! Me eché a reír. Pero ellas se quedaron muy serias y me dijeron:

—Con nosotras, amigas y unidas dentro de él, tu Amigo podrá vivir en paz.

—Y toma nota: ahora él va a ser feliz.

—¡Feliz para siempre!

Me pareció tan buena esa noticia que me acomodé en el sofá para charlar más de cerca. Pero en ese momento ellas dijeron:

—No nos podemos quedar: hay que amar.

—Y trabajar.

—Y hacer política.

Se levantaron diciendo un chao igual. En cuanto salieron, mi sueño sintió que se había quedado muy vacío y punto: se acabó.

¡Qué pena! Era tan bueno estar sentado allí, sabiendo que ahora mi Amigo sería feliz.

Lunes por la tarde

Cuando volvía de la escuela, Rosalía dijo que la amiga de mi Amigo estaba allí.

Rosália es la hija del síndico; la amiga es doña Clarice; y allí es el apartamento de mi Amigo Pintor.

Yo dije ¿ah, sí? con cara de no entender, pero mi corazón palpitaba: me di cuenta enseguida de que tenía que hablar con doña Clarice y preguntarle qué quería saber.

Entré en el ascensor ensayando mentalmente, y deprisa, un modo legal de hablarle. Tuvo que ser deprisa porque el ascensor llegó enseguida y me pareció que era un fastidio quedarme parado frente a la puerta de mi Amigo sin tocar el timbre ni nada. Toqué. Doña Clarice se demoró en abrir y eso me dio tiempo para ensayar de nuevo.

Abrió la puerta, abrí la boca y el reloj sonó: ese tipo de cosas que no están ensayadas y salen como si lo estuviesen. Y yo, que había ensayado tan bien lo que diría, me quedé trabado.

Es increíble cómo ese toque —uno solo, el de la media— me dejó así..., yo qué sé. Primero me puse contento: el reloj que sonaba era ruido seguro de mi Amigo, como si él hubiese vuelto. Pero enseguida pensé en él como lo había visto aquel último día: muerto para siempre. Y ese toque de reloj quedó sonando dentro de mí de un modo tan rojo, tan difícil de entender que... ¿quién dice que yo me acordaba de lo que tenía que decir? Más aún porque doña Ciarice estaba allí, mirándome, vestida de un color morriña intenso.

Miraba el vestido y el interior de la sala. El vestido y el reloj. El vestido y la silla donde se sentaba mi Amigo. En ese momento, doña Clarice preguntó:

—¿Quieres entrar?

—No. Sólo quería saber por qué me mentiste. (¡Totalmente diferente de lo que había ensayado!)

Nos miramos. Le expliqué:

—Es que... tú dijiste que él se había muerto como todo el mundo se muere algún día. Pero todo el mundo no decide morir a propósito, ¿eh?

—¿No quieres entrar?

Entré sólo un poco. Y como continuaba sin hablar, acabé diciendo:

—Necesito saber bien lo que ocurrió con él.

—¿Por qué razón dices que te he mentido?

—¿No has mentido, pues? ¿No se ha desparramado acaso la noticia y ahora todo el mundo sabe ya que él se mató?

Ella anduvo hacia el fondo de la sala. Se paró junto a la ventana. Se quedó mirando hacia fuera. Curioso: mi Amigo también pensaba de pie, como quien sólo está mirando la calle.

—¿Lo has hecho porque me ves muy crío? —dije después de pensar que ella ya no me respondería—. En casa piensan que ese asunto no es cosa de críos.

Ella me miró y continué:

—¿Tú también eres así? ¿Por eso me mentiste?

—No. Tengo un hijo de tu edad y converso todo con él.

—¿Y sobre el suicidio? ¿También habláis?

Ella asintió.

—Tú le dijiste que mi... que tu... que nuestro Amigo se...

—Se lo dije.

—¿Y por qué no me lo dijiste a mí?

Se volvió hacia la ventana. Y como no me miraba ni decía nada, acabé diciéndole abiertamente:

—¿Para que yo no pensase también que lo hizo por tu culpa?

Se volvió deprisa hacia mí y me quedé... ¿cómo explicarlo?... mitad sin saber qué hacer y mitad con rabia. Para ser sincero, ese pedazo de rabia vengo sintiéndolo durante todo

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