Vacaciones de invierno en la casa de la abuela

“Aquel día el cielo estrellado se veía plasmado entre la niebla de mi soledad y las caricias inmunes que mis yemas proporcionaban al dorso, pude recordar que las últimas fueron de mi madre antes de salir de viaje a casa de la abuela. Ella era muy amable, siempre le había envidiado su casa ya que era inmensa. ¡Podía compararse con una mansión! Y mientras yo, como vil chiquillo, miraba la ventana del auto de Papá viendo el paisaje recorrerse como si fuese una cinta de película. Uno a uno los cuadros iban pasando, mis pequeños cabellos negros se mecían con el viento que se colaba de la ventana de Mamá aunque mi hermano se quejaba de lo helado que era.

¿Qué estación era? Invierno, lo recuerdo gracias al cedro frondoso en que nos vimos por primera vez. Muy extraño. ¿No? Quiero decir, en la escuela siempre me dijeron que los árboles suelen quedarse sin hojas pero volvían a retoñar en primavera. Por eso ese árbol era especial, porque por más frío y duro que era esa estación siempre permanecía con las hojas verdes, puras como el césped del parque a unas calles de tu casa.

Como solía ser, mis padres siempre planeaban las vacaciones de invierno en casa de la abuela. Entre todos cenábamos y se armaba un gran banquete, además que sólo ese día a mamá le daba por cocinar un platillo extraño ya que no era de origen de nuestro país. ¡Tan cabezota que se me ha olvidado el nombre! Navidad era una de mis fechas favoritas, por extraño que parezca mis padres no discutían, el ambiente en las paredes de la madre de mi papá era muy cálido, ni el frío de Rusia podría penetrar esa atmósfera de solidez, cada miembro de la familia era un ladrillo, juntos formábamos un gran muro y la sombría estación no podía colarse en nuestra unión familiar.

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