Versión castellana de Alvaro Garcés
Juan C. Muñoz HeviaApuntes19 de Junio de 2019
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FERNAND HAYWARD[pic 1]
SAN PÍO X
BARCELONA
1962
Versión castellana de
Alvaro Garcés
[pic 2]
San Pío X
Fue declarado beato el 3 de junio de 1951 y canonizado el 3 de septiembre de 1954, por Pío XII en ambas ocasiones (Nota del Editor)
Al canónigo FFRDINAND RENAUD, quien, para satisfacer su gran devoción hacia Pío X, tanto ha deseado este libro, que me lo ha hecho escribir.
En respetuosa y agradecida ofrenda,
F. H.
F. H.
ÍNDICE
Primer parte 6
EL HOMBRE 6
Capítulo primero 7
La Iglesia en los albores del siglo XX 7
Capítulo II 18
El conclave de 1903 18
Capítulo III 31
El hijo de Riese 31
Capítulo IV 37
El sacerdote: vicario de Tombolo. — Arcipreste de Salzano 37
Capítulo V 46
El obispo: canónigo de Treviso y canciller episcopal 46
Capítulo VI 53
El obispo de Mantua 53
Capítulo VII 58
Hacia la cima: patriarca de Venecia 58
Segunda parte 66
EL PONTÍFICE 66
Capítulo VIII 67
El charismo pontifical 67
Capítulo IX 72
La renovación espiritual: “Omnia instaurare in Christo”. — La reforma de la música religiosa. — La Eucaristía 72
Capítulo X 80
Los asuntos de Francia: la separación 80
Capítulo XI 90
Las relaciones de Pío X con Italia 90
Capítulo XII 99
La crisis del modernismo 99
Capítulo XIII 122
La condena del Surco 122
Capítulo XIV 128
La acción apostólica de Po X: El Papa y las potencias. — Las misiones 128
Capítulo XV 137
El Papa reformador: la Curia romana —Los estudios eclesiásticos la codificación del derecho canónico 137
Capítulo XVI 142
Los grandes colaboradores: El cardenal Merry del Val. Monseñor Gasparri. — Monseñor della Chiesa 142
Capítulo XVII 153
Se aproxima la tormenta. La muerte del justo 153
Tercera parte 162
EL SANTO 162
Capítulo XVIII 163
El ingenio de Pío X 163
Capítulo XIX 169
Fe y caridad de Pío X 169
Capítulo XX 173
Pío X, taumaturgo 173
Capítulo XXI 178
Vox populi 178
Conclusión 181
PRIMER PARTE
EL HOMBRE
Capítulo primero
LA IGLESIA EN LOS ALBORES DEL SIGLO XX
El 24 de diciembre de 1899 el papa León XIII, inclinado bajo el peso de los años, pero de una inteligencia que nada había perdido de su vivacidad, abría la Puerta Santa. En las puertas de las Basílicas mayores se había fijado la bula de indicción; el gran Año jubilar, el último del siglo XIX, iba a empezar.
Hacía setenta y cinco años que no se había desarrollado semejante solemnidad en Roma. El último Año Santo se remontaba a 1825, en plena Restauración. El Pontífice reinante era entonces el rígido León XII, hombre demacrado, valetudinario, pero de indomable energía, a quien incumbió, durante los seis años de su reinado, conducir una lucha sin cuartel contra la acción oculta de las sectas y en particular de los carbonari, que habían acometido la subversión del poder legítimo e incluso, indirectamente, la destrucción del catolicismo. En Roma, en aquel 1825, el Jubileo había parecido una gran novedad. En 1800 las circunstancias no habían permitido celebrarlo. El 24 de diciembre de 1799 Roma era una república, y Pío VI, muerto en el destierro, en Valence (Delfinado), aun no tenía sucesor; por consiguiente, no podía pensarse de ningún modo en atenerse a la tradición.
El Año Santo de 1825 se desarrolló en una atmósfera de recogimiento, con gran concurso de peregrinos, a pesar de que en aquella época casi sólo se viajaba en silla de postas y por caminos por lo regular poco seguros. Veinticinco años después, en 1850, el Papa reinante, Pío IX, se encontró nuevamente en la imposibilidad de proclamar el Jubileo. El año 1849 había sido de dura prueba para el Papado. Ya en noviembre de 1948 el Santo Padre había tenido que huir del Quirinal y refugiarse en Gaeta, en el reino de las Dos Sicilias, para escapar a la insurrección, cuyos ecos llegaban hasta las ventanas del Quirinal, donde residía Pío IX. Otra república romana (la segunda) había sido proclamada en febrero da 1849. El Papa se había dirigido a las potencias católicas para recobrar sus derechos y su capital, y el cuerpo expedicionario francés del general Oudinot había reconquistado Roma a costa de una lucha sangrienta entablada contra los voluntarios con camisa roja de Giuseppe Garibaldi.
En julio de 1849 Roma había vuelto al Papa. Pero Pío IX no había querido entrar en ella hasta la primavera de 1850, y es fácil comprender que en la Navidad anterior los acontecimientos que habían trastornado la Ciudad Eterna eran todavía demasiado recientes para que fuese posible, ni aun concebible, proyectar un Año Santo para 1850.
En 1875 Pío IX, cuyo pontificado de treinta y dos años fue el más largo de la Historia, era prisionero voluntario en el Vaticano. El poder temporal había dejado de existir el 20 de septiembre de 1870, y el viejo Papa, con el corazón llagado, no pensó ni un minuto siquiera en invitar a los católicos del mundo entero a que fueran a ganar en Roma las indulgencias jubilares, no estando seguro de si los elementos sectarios no intentarían molestarlos y crear incidentes desagradables.
Así, pues, en vísperas de aquel año 1900 que hacía entrever a muchos el alba de una nueva edad de oro gracias a los progresos de la ciencia, el Jubileo tradicional se presentaba como una cosa insólita. Lo cierto es que constituyó un espléndido éxito en aquella época y señaló el apogeo y el triunfo del gran pontífice León XIII.
El siglo que iba a terminar había sido un tiempo de duras y múltiples pruebas para la Iglesia, pero también de progresos incontestables, y no puede ponerse en duda que bajo los pontificados sucesivos de Pío IX y de León XIII el ascendiente de la Santa Sede y el prestigio del Papado había crecido considerablemente. Cuando nos remontamos a esa época, a la vez próxima y lejana, quedamos asombrados por los contrastes que ofrece, en particular en el plano religioso. Por una parte, la corriente de incredulidad que procedía del siglo XVI, a través de los “libertinos” del XVII y los enciclopedistas del XVIII, por un momento había parecido constituir una amenaza capaz de conmover los mismos cimientos de la Iglesia, por lo menos a los ojos de los que no creen en las promesas de indefectibilidad que ha recibido de su divino Fundador. No olvidemos a este propósito la inmensa resonancia que tuvo en 1863 la publicación del célebre libro de Renán Vida de Jesús, de inspiración racionalista, y la posición adoptada con respecto al catolicismo por los mayores espíritus de la época, un Víctor Hugo, un Carducci, un Emilio Castelar y muchos otros.
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