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Viaje Al Oeste

Lindaandrade14 de Septiembre de 2013

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VIAJE AL OESTE

LAS AVENTURAS DEL REY MONO

ANÓNIMO DEL SIGLO XVI

Traducción del chino de Enrique P. Gatón e Imelda Huang-Wang

Ediciones Siruela, Libros del Tiempo

España, 2004

Prólogo

Viaje al Oeste: La novela total

CAPITULO I

CUANTO EXISTE TIENE SU ORIGEN EN LA RAÍZ DIVINA. EL TAO

SURGE DIRECTAMENTE DE LA FUENTE MISMA DE LA MORALIDAD

La escritura dice:

«En el principio sólo existía el Caos. El Cielo y la Tierra formaban una masa confusa,

en la que el todo y la nada se entremezclaban como la suciedad en el agua. Por doquier

reinaba una espesa niebla que jamás logró ver ojo humano y a la que Pan - Ku 1

consiguió dispersar con su portentosa fuerza. Lo puro quedó entonces separado de lo

impuro y apareció la suprema bondad, que esparce sus bendiciones sobre toda criatura.

Su mundo es el de la luz. Quien a él se acerca descubre el camino que conduce al reino

del bien. Mas el que quiera penetrar en el secreto del principio de cuanto existe debe

leer La crónica de los orígenes» 2

En ella se afirma que en el reino del Cielo y la Tierra el tiempo se divide en períodos de

ciento veintinueve mil seiscientos años. Cada uno de ellos es subdividido, a su vez, en

doce épocas de diez mil ochocientos años de duración, que responden a los siguientes

nombres: Dhzu, Chou, Yin, Mao, Chen, Sz, Wu, Wei, Shen, Yu, Hsü y Hai 3. Pese a su

enorme amplitud, todas ellas tienen su equivalente en el repetitivo ciclo de los días. Así,

a la de Dhzu le corresponden las primeras horas de la mañana, cuando la oscuridad es

total y aún no se aprecia ningún atisbo de luz; el gallo canta a la hora de Chou; a la de

Yin comienza a clarear; el sol sale, finalmente, a la de Mao; a la de Chen es completamente

de día y los hombres se disponen a tomar el desayuno; quien trabaja lo tiene ya

todo planeado a la hora de Sz; a la de Wu el sol alcanza su cenit; la tarde comienza a

declinar a la de Wei; a la de Shen las familias se reúnen alrededor de la mesa para la

colación vespertina; el sol se pone a la de Yu; a la de Hsü desaparecen del todo los últimos

vestigios del crepúsculo; finalmente, la gente se retira a descansar a la de Hai,

abriendo las puertas, así, a un nuevo ciclo. Es el mismo que siguió el mundo en sus

lejanos y, al mismo tiempo, tan cercanos orígenes. De hecho, al final de la época de Hsü

el Cielo y la Tierra yacían en un estado de confusión total, en el que la nada y el todo se

entremezclaban de una forma absolutamente incomprensible para nosotros. Después de

cinco mil cuatrocientos años de constante oscuridad se produjo el advenimiento de la

época de Hai, también conocida como Caos, porque durante su dominio no existían

seres humanos ni ninguna de las dos esferas por las que ahora nos regimos. Hubieron de

pasar otros cinco mil cuatrocientos años para que terminara una época tan tenebrosa y

lentamente comenzaran a actuar las fuerzas creativas de la luz. Semejante milagro

empezó a producirse durante la de época de Dhzu, pero lo hicieron entonces con tanta

timidez que no es extraño que Shao - Kang - Chr 4 afirmara:

Ningún cambio se produjo en el centro mismo del Cielo, cuando el invierno llegó a las regiones

de Dhzu. El principio masculino permanecía todavía dormido y nada de cuanto existe había

salido aún a la luz.

Pero cuando, después de otros cinco mil cuatrocientos años, la primavera se enseñoreó

de la época de Dhzu, el firmamento echó sus inamovibles raíces y la luz pudo,

finalmente, formar el sol, la luna, las estrellas y los restantes cuerpos celestes. No es

extraño, por tanto, que se diga que el Cielo comenzó a existir en época tan numinosa. La

siguieron otros cinco mil cuatrocientos años, durante los cuales el firmamento se

solidificó para siempre. Lo mismo ocurrió con la tierra durante la época de Chou. De

ahí que se afirme con entusiasmo en el I Ching: ¡Qué maravillosos son los principios

masculino y femenino! De ellos, siguiendo el mandato del Cielo, surgieron finalmente

todas las cosas».

Hubieron de pasar, sin embargo, otros cinco mil cuatrocientos años después del

advenimiento de la época de Chou, para que se condensaran ciertas innominadas

materias y dieran, así, principio a los cinco elementos esenciales: el agua, el fuego, el

metal, la madera y la tierra. Antes de que concluyera una época tan extraordinaria,

hubieron de transcurrir otros cinco mil cuatrocientos años, al cabo de los cuales

amaneció la época de Yin y todo cuanto conocemos comenzó a surgir y a crecer, como

si siguiera la voz de una eterna primavera. No es extraño, por tanto, que diga el Libro

del cómputo del tiempo: «El numen celeste descendió y ascendió el terrestre. Se

unieron, así, el Cielo y la Tierra y de su copulación surgieron todas las cosas».

En aquella época el Cielo y la Tierra eran tan brillantes como la luz misma y cada uno

encerraba dentro de sí los dos principios del yin y del yang, a cuya unión todo debe su

existencia. Durante los cinco mil cuatrocientos años que siguieron, en efecto,

aparecieron las bestias, los animales y los hombres. De esta forma, quedaron

establecidas para siempre las tres fuerzas que rigen los destinos de la naturaleza: el

Cielo, la Tierra y el Hombre, que, como queda dicho, vio la luz durante la milagrosa

época de Yin.

Después de que Pan - Ku pusiera en orden el universo entero, finalizara el mandato de

los Tres Reyes y los Cinco Emperadores 5 hicieran públicas sus por doquier respetadas

disposiciones morales, el mundo fue dividido en cuatro grandes continentes. El del este

llevaba el nombre de Purvavideha, Aparagodaniya el del oeste, Jambudvipa el del sur y,

finalmente, Uttarakuru el del norte. En este libro sólo nos ocuparemos, por obvias

razones, del situado en el este del mundo. En el otro extremo del océano que lamía sus

costas, se hallaba la renombrada nación Ao-Lai, muy cerca de la cual, en el centro

mismo de un plácido mar de serenas aguas, se levantaba la famosa Montaña de las

Flores y Frutos. Había surgido en el momento mismo de la formación del mundo y

ahora formaba parte de un conjunto de diez islotes, que con el tiempo dieron origen a

las Tres Islas 6. Su belleza era impresionante. No es extraño, por tanto, que el poeta

escribiera sobre ella:

Su majestad compite con la serenidad del mismo océano, como si fuera el emperador de los

mares. Las olas rompen contra su costado, como montañas de plata que el golpe transforma en

diminutas escamas de nieve, lanzando a los peces contra las rocas y sacando de su sueño de

profundidad a las serpientes marinas. En su parte suroccidental se aprecian llamativas planicies

cargadas de serenidad, mientras que al este todo es abruptez de picos que se arrojan con mal

disimulada fiereza en el mar. Los que permanecen, orgullosos, en tierra seca se visten, a la hora

del crepúsculo, de tintes violáceos, que esconden su inaccesible bravura pétrea. En sus cumbres

cantan, emparejados, los fénix, mientras que a su pie descansan los solitarios unicornios. Por

doquier se oye el lamento de los faisanes, que buscan, desesperados, las cuevas en las que

habitan los dragones. Toda la isla está poblada de extraordinarios animales que muy pocas veces

se ven en otras partes, como los longevos ciervos, las inmortales zorras, las divinas lechuzas o

las cigüeñas de negro plumaje. En ese lugar extraordinario la hierba nunca se seca ni las flores se

marchitan. La primavera es allí eterna y adondequiera que se dirija la mirada puede verse el

verdor de cipreses y pinos, aliados incondicionales de la vida. Los melocotoneros están siempre

en flor, las viñas se rompen bajo el peso de su propio fruto, la hierba de los pastos se mantiene

siempre fresca y los bambúes alcanzan tales alturas que a veces llegan a frenar la loca carrera de

las nubes. Éste es, en verdad, el privilegiado lugar donde el Cielo se apoya y la Tierra descansa

de sus muchas fatigas, un paraíso en el que convergen más de cien ríos.

En la cumbre misma de esa extraordinaria montaña había una roca inmortal. Tenía una

altura de treinta y seis pies y medio y un perímetro de veinticuatro pies justos.

Semejantes medidas no eran casuales, ya que se correspondían exactamente con los

trescientos sesenta y cinco días del año solar y las veinticuatro horas 7 que marcan el

quehacer cotidiano del hombre. Poseía, además, nueve agujeros profundos y otros ocho

de menor longitud, que encontraban su equivalente numérico en las Nueve

Constelaciones y en los Ocho Planetas que habitan los palacios celestes. Aunque no

crecía sobre ella vegetación alguna, durante mucho tiempo había sido alimentada con

las mismas semillas del Cielo y la Tierra y la fuerza extraordinaria del sol y la luna.

Finalmente, por acción directa de lo alto, quedó embarazada y empezó a crecer en su

interior un embrión sobrenatural. Tras largo período de gestación, se abrió

inesperadamente un día y dio a luz un huevo de piedra del tamaño aproximado

...

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