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Capitulo 10 Ciencias Humanas

12342423 de Enero de 2014

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CAPÍTULO DÉCIMO

LAS CIENCIAS HUMANAS

1. EL TRIEDRO DE LOS SABERES

El modo de ser del hombre tal como se ha constituido en el pensamiento

moderno le permite representar dos papeles; está a la vez

en el fundamento de todas las positividades y presente, de una manera

que no puede llamarse privilegiada, en el elemento de las cosas

empíricas. Este hecho —no se trata para nada allí de la esencia general

del hombre, sino pura y simplemente de este apriorí histórico

que, desde el siglo XIX, sirve de suelo casi evidente a nuestro pensamiento—,

este hecho es sin duda decisivo para la posición que debe

darse a las "ciencias humanas", a este cuerpo de conocimientos (pero

quizá esta palabra misma sea demasiado fuerte: digamos, para ser

aún más neutros, a este conjunto de discursos) que toma por objeto

al hombre en lo que tiene de empírico.

La primera cosa que ha de comprobarse es que las ciencias humanas

no han recibido como herencia un cierto dominio ya dibujado,

medido quizá en su conjunto, pero que se ha dejado sin cultivo,

y que tendrían la tarea de trabajar con conceptos científicos al fin y

con métodos positivos; el siglo XVIII no les ha trasmitido bajo el

nombre de hombre o de naturaleza humana un espacio circunscrito

desde el exterior pero aún vacío, que tendrían el deber de cubrir y

analizar en seguida. El campo epistemológico que recorren las ciencias

humanas no ha sido prescrito de antemano: ninguna filosofía,

ninguna opción política o moral, ninguna ciencia empírica sea la

que fuere, ninguna observación del cuerpo humano, ningún análisis

de la sensación, de la imaginación o de las pasiones ha encontrado

jamás, en los siglos XVII y XVIII, algo así como el hombre, pues el

hombre no existía (como tampoco la vida, el lenguaje y el trabajo);

y las ciencias humanas no aparecieron hasta que, bajo el efecto de

algún racionalismo presionante, de algún problema científico no resuelto,

de algún interés práctico, se decidió hacer pasar al hombre

(a querer o no y con un éxito mayor o menor) al lado de los objetos

científicos —en cuyo número no se ha probado aún de manera absoluta

que pueda incluírsele; aparecieron el día en que el hombre se

constituyó en la cultura occidental a la vez como aquello que hay

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EL TRIEDRO DE LOS SABERES 335

que pensar y aquello que hay que saber. No hay duda alguna, ciertamente,

de que el surgimiento histórico de cada una de las ciencias

humanas aconteció en ocasión de un problema, de una exigencia,

de un obstáculo teórico o práctico; ciertamente han sido necesarias

las nuevas normas que la sociedad industrial impuso a los individuos

para que, lentamente, en el curso del siglo XIX, se constituyera la

psicología como ciencia; también fueron necesarias sin duda las amenazas

que después de la Revolución han pesado sobre los equilibrios

sociales y sobre aquello mismo que había instaurado la burguesía,

para que apareciera una reflexión de tipo sociológico. Pero si bien

estas referencias pueden explicar perfectamente por qué en tal circunstancia

determinada y para responder a cuál cuestión precisa se

han articulado estas ciencias, su posibilidad intrínseca, el hecho desnudo

de que, por primera vez desde que existen seres humanos y

viven en sociedad, el hombre aislado o en grupo se haya convertido

en objeto de la ciencia —esto no puede ser considerado ni tratado

como un fenómeno de opinión: es un acontecimiento en el orden

del saber.

Y este acontecimiento se produjo él mismo en una redistribución

general de la episteme: cuando, al dejar el espacio de la representación,

los seres vivos se alojaron en la profundidad específica de la

vida, las riquezas en la presión progresiva de las formas de la producción,

las palabras en el devenir de los lenguajes. Era muy necesario

en estas condiciones que el conocimiento del hombre apareciera, en

su dirección científica, como contemporáneo y del mismo género

que la biología, la economía y la filología, a tal grado que se vio en

él, muy naturalmente, uno de los progresos decisivos hechos, en la

historia de la cultura europea, por la racionalidad empírica. Pero,

dado que al mismo tiempo la teoría general de la representación

desapareció y se impuso la necesidad, en cambio, de interrogar al

ser del hombre como fundamento de todas las positividades, no podía

faltar un desequilibrio: el hombre se convirtió en aquello a partir

de lo cual todo conocimiento podía constituirse en su evidencia

inmediata y no problemática; a fortiori, se convirtió en aquello que

autoriza el poner en duda todo el conocimiento del hombre. De allí

esa doble e inevitable disputa: la que forma el perpetuo debate entre

las ciencias del hombre y las ciencias sin más, teniendo las primeras la

pretensión invencible de fundamentar a las segundas que, sin cesar,

se ven obligadas a buscar su propio fundamento, la justificación de su

método y la purificación de su historia, contra el "psicologismo",

contra el "sociologismo", contra el "historicismo"; y aquella que

forma el perpetuo debate entre la filosofía que objeta a las ciencias

humanas la ingenuidad con la que intentan fundamentarse a sí mis*

336 LAS CIENCIAS HUMANAS

mas, y esas ciencias humanas que reivindican como su objeto propio

lo que en otro tiempo constituyó el dominio de la filosofía.

Pero el que todas estas comprobaciones sean necesarias no quiere

decir que se desarrollen en el elemento de la pura contradicción; su

existencia, su incansable repetición desde hace más de un siglo no

indican la permanencia de un problema indefinidamente abierto;

remiten a una disposición epistemológica precisa y muy bien determinada

en la historia. En la época clásica, desde el proyecto de un

análisis de la representación hasta el tema de la mathesis universalis,

el campo del saber era perfectamente homogéneo: todo conocimiento,

fuera el que fuera, procedía al ordenamiento por el establecimiento

de las diferencias y definía las diferencias por la instauración

de un orden: esto era verdad tanto para las matemáticas, para las

taxinomias (en el sentido amplio del término) y las ciencias de la naturaleza,

como también para todos esos conocimientos aproximativos,

imperfectos y en gran parte espontáneos que trabajan en la

construcción del menor discurso o en esos procesos cotidianos del

cambio; por último, era verdad con respecto al pensamiento filosófico

y a esas largas cadenas ordenadas que los Ideólogos, no menos

que Descartes o Spinoza, pero de modo distinto, quisieron establecer

a fin de llevar necesariamente las ideas más simples y más evidentes

hasta las verdades más complejas. Pero, a partir del siglo XIX, el

campo epistemológico se fracciona, o más bien estalla en direcciones

diferentes. Sólo difícilmente se escapa al prestigio de las clasificaciones

y de las jerarquías lineales a la manera de Comte; pero el tratar

de alinear todos los saberes modernos a partir de las matemáticas es

someter al único punto de vista de la objetividad del conocimiento

la cuestión de la positividad de los saberes, de su modo de ser, de su

enraizamiento en esas condiciones de posibilidad que les dan, en la

historia, a la vez su objeto y su forma.

Interrogado en este nivel arqueológico, el campo de la episteme

moderna no se ordena según el ideal de una matematización perfecta

y no desarrolla a partir de la pureza formal una larga serie de

conocimientos descendientes más y más cargados de empiricidad. Es

necesario representarse más bien el dominio de la episteme moderna

como un espacio voluminoso y abierto de acuerdo con tres dimensiones.

Sobre una de ellas se colocarían las ciencias matemáticas y físicas,

para las cuales el orden es siempre un encadenamiento deductivo

y lineal de proposiciones evidentes o comprobadas; en otra dimensión,

estarían las ciencias (como las del lenguaje, de la vida, de la

producción y de la distribución de las riquezas) que proceden a poner

en relación elementos discontinuos pero análogos, de tal modo

que pueden establecer entre ellos relaciones causales y constantes

EL TRIEDRO DE LOS SABERES 337

de estructura. Estas dos primeras dimensiones definen entre sí un

plan común: aquel que puede aparecer, según el sentido en el que

se le recorra, como campo de aplicación de las matemáticas a esas

ciencias empíricas o como dominio de lo matematizable en la lingüística,

la biología y la economía. En cuanto a la tercera dimensión,

se trataría de la reflexión filosófica que se desarrolla como

pensamiento de lo Mismo; con la dimensión de la lingüística, de la

biología y de la economía dibuja un plan común: allí pueden aparecer

y, de hecho, aparecieron las diversas

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