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Cuando me fui de la pista de patinar


Enviado por   •  24 de Noviembre de 2014  •  2.294 Palabras (10 Páginas)  •  179 Visitas

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Cuando me fui de la pista de patinar sentí un poco de hambre, así que me metí en una cafetería y me tomé un sandwich de queso y un batido. Luego entré en una cabina telefónica. Pensaba llamar a Jane para ver si había llegado ya de vacaciones. No tenía nada que hacer aquella noche, o sea que se me ocurrió hablar con ella y llevarla a bailar a algún sitio por ahí. Desde que la conocía no había ido con ella a ninguna sala de fiestas. Pero una vez la vi bailar y me pareció que lo hacía muy bien. Fue en una de esas fiestas que daba el Club el día de la Independencia. Aún no la conocía bien y no me atreví a separarla de su pareja. Salía entonces con un imbécil que se llamaba Al Pike y estudiaba en Choate. Andaba siempre merodeando por la piscina. Llevaba un calzón de baño de esos elásticos de color blanco y se tiraba continuamente de lo más alto del trampolín. El muy plomo hacía el ángel todo el día. Era el único salto que sabía hacer y lo consideraba el no va más. El tío era todo músculo sin una pizca de cerebro. Pero, como les iba diciendo, Jane iba con él aquella noche. No podía entenderlo, se lo juro. Cuando empezamos a salir juntos, le pregunté cómo podía aguantar a un tío como Al Pike. Jane me dijo que no era un creído, que lo que le pasaba es que tenía complejo de inferioridad. En mi opinión eso no impide que uno pueda ser también un cabrón. Pero ya saben cómo son las chicas. Nunca se sabe por dónde van a salir. Una vez presenté a un amigo mío a la compañera de cuarto de una tal Roberta Walsh. Se llamaba Bob Robinson y ése sí que tenía complejo de inferioridad. Se le notaba que se avergonzaba de sus padres porque decían «haiga» y «oyes» y porque no tenían mucho dinero. Pero no era un cabrón. Era un buen chico. Pues a la compañera de cuarto de Roberta Walsh no le gustó nada. Le dijo a Roberta que era un creído, y sólo porque le había dicho que era capitán del equipo de debate. Nada más que por una tontería así. Lo malo de las chicas es que si un tío les gusta, por muy cabrón que sea te dicen que tiene complejo de inferioridad, y si no les gusta, ya puede ser buena persona y creerse lo peor del universo, que le consideran un creído. Hasta las más inteligentes, en eso son iguales.

Pero, como les iba diciendo, llamé a Jane, pero no cogió nadie el teléfono, así que colgué. Luego miré la agenda para ver con quién demonios podría salir esa noche. Lo malo es que sólo tengo apuntados tres números. El de Jane, el del señor Antolini, que fue profesor mío en Elkton Hills, y el de la oficina de mi padre. Siempre se me olvida apuntar los teléfonos de la gente. Así que al final llamé a Carl Luce. Se había graduado en el Colegio Whooton después que me echaron a mí. Era tres años mayor que yo y me caía muy bien. Tenía el índice de inteligencia más alto de todo el colegio y una cultura enorme. Se me ocurrió que podíamos cenar juntos y hablar de algo un poco intelectual. A veces era la mar de informativo. Así que le llamé. Estudiaba en Columbia y vivía en la Calle 65. Me imaginé que ya estaría de vacaciones. Cuando se puso al teléfono, me dijo que cenar le era imposible, pero que podíamos tomar una copa juntos a las diez en el Wicker Bar de la Calle 54. Creo que se sorprendió bastante de que le llamara. Una vez le había dicho que era un fantasma. Como aún tenía muchas horas que matar antes de las diez, me metí en el cine de Radio City. Era lo peor que podía hacer, pero me venía muy a mano y no se me ocurrió otra cosa. Entré cuando aún no había terminado el espectáculo que daban antes de la película. Las Rockettes pateaban al aire como posesas, todas puestas en fila y cogidas por la cintura. El público aplaudía como loco y un tío que tenía al lado no hacía más que decirle a su mujer: «¿Te das cuenta? ¡Eso es lo que yo llamo precisión!» ¡Menudo cretino! Cuando acabaron las Rockettes salió al escenario un tío con frac y se puso a patinar por debajo de unas mesitas muy bajas mientras decía miles de chistes uno tras otro. Lo hacía la mar de bien, pero no acababa de gustarme porque no podía dejar de imaginármelo practicando todo el tiempo para luego hacerlo en el escenario, y eso me pareció una estupidez. Se ve que no era mi día. Después hicieron eso que ponen todas las Navidades en Radio City, cuando empiezan a salir ángeles de cajas y de todas partes, y aparecen unos tíos que se pasean con cruces por todo el escenario y al final se ponen a cantar todos ellos, que son miles, el Adeste Fideles a voz en grito. No había quien lo aguantara. Ya sé que todo el mundo lo considera muy religioso y muy artístico, pero yo no veo nada de religioso ni de artístico en un montón de actores paseándose con cruces por un escenario. Hacia el final se les notaba que estaban deseando acabar para poder fumarse un cigarrillo. Lo había visto el año anterior con Sally Hayes, que no dejó de repetirme lo bonito que le parecía y lo preciosos que eran los vestidos. Le dije que estaba seguro de que Cristo habría vomitado si hubiera visto todos esos trajes tan elegantes. Sally me contestó que era un ateo sacrílego y probablemente tenía razón. Pero de verdad que creo que el que le habría gustado a Jesucristo habría sido el que tocaba los timbales en la orquesta. Siempre me ha gustado mirarle, desde que tenía ocho años. Cuando íbamos a Radio City con mis padres, mi hermano y yo nos cambiábamos de sitio para poder verle mejor. No he visto a nadie tocar los timbales como él. El pobre sólo puede atizarles un par de veces durante toda la sesión, pero mientras está mano sobre mano no parece que se aburra ni nada. Y cuando al final le toca el turno, lo hace tan bien, con tanto gusto y con una expresión tan decidida en la cara, que es un placer mirarle. Una vez que fuimos a Washington con mi padre, Allie le mandó una postal, pero estoy seguro de que no la recibió. No sabíamos a quién dirigirla.

Cuando acabó la cosa esa de Navidad, empezó

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