Reflexion De La Pola
angelica_y_beto13 de Octubre de 2013
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LECTURA
El francés que tenía una tienda en San Gil y cómo la administraba
El colegio Guanentá quedaba en una esquina del parque principal de San Gil. A la diagonal estaba la catedral y al costado más cercano el colegio, había una tienda de comestibles, bebidas y billares que se llamaba La Pola. La clientela de esa tienda eran los guardianes de la cárcel, los loteros y lustrabotas, los choferes, las prostitutas y por supuestos los estudiantes del Guanentá.
Los estudiantes externos podían ir a cualquier hora, los internos podíamos, con permiso, ir a La Pola a comer génovas con pan, gaseosas, helados y a jugar billar. El dueño era un francés encorvado por los años, escaso de cabello, con una nariz prominente y unos ojos verdes-azulados que miraban de frente y de lado de una manera escrutadora. Pero una tienda como esa no la he vuelto a ver en mi recorrido por más de medio mundo.
Con esa clientela, cualquiera podía asegurar que atenderla era riesgoso o de pronto una aventura. Pero no, todo lo contrario. La administraba uno de los hijos del francés, alto, pálido y desgarbado. Se llamaba Michel. Es la primera muestra de Open Door Policy a la que jamás haya sido expuesto. Los clientes podían entrar, tomar de los estantes y de las neveras lo que quisieran, jugar billar por el tiempo que desearan con la más completa libertad, como si cada uno estuviera en su casa. A la salida, le reportaban lo que habían comido, lo que se habían bebido, y si habían jugado billar, por cuánto tiempo. Nunca se registraban problemas. Nadie se atrevía a engañar al sistema porque estaba montado sobre la confianza absoluta.
En la historia del colegio nunca se supo que algún estudiante hubiese esquivado el pago justo a Michel. La consigna tácita parecía ser: “En la Pola los menos favorecidos de la tierra por fin somos personas”, se respondía con solidaridad y confianza. Esa tienda no podía quebrar porque tenía una clientela que iba allí a recibir una terapia de confianza la cual se premia con responsabilidad y solidaridad de grupo. Cada uno cuidaba al vecino para que no se fuera sin pagar. No porque fuera a acusarlo, sino porque en la conciencia de cada uno tenían claro que un lugar como eso no lo encontraban en todo el pueblo. Todos respetábamos a La Pola porque sus dueños respetaban profundamente a su clientela. ¡pensar que después de setenta años hay gente que todavía cree que la Calidad Total es un invento de los japoneses!
Cuando fui Gerente Administrativo de IBM de Colombia, por allá en los años sesenta, mi única contribución a su refinado sistema administrativo fue convencer al gerente H. Kramer que quitáramos las tarjetas de control y que se suprimieran los informes en cartelera con los retardos del personal. Mi argumento fue muy sencillo. “Mister Kramer: eso no está de acuerdo con la política de IBM de respecto por el individuo.” El me dio la razón y suspendimos las tarjetas y los informes públicos de retardos. Quedaba un problema ¿Qué hacer con los relojes? Kramer me dijo que los vendiera. Yo le dije que eso contradecía la política de ventas de la compañía que decía que si un producto no era conveniente usarlo en la IBM, no debíamos ofrecerlo a nuestros clientes. Le propuse que destruyéramos los relojes. El aceptó y ¡así lo hicimos!
Con esas decisiones empezó a correr la noticia de que yo era un gerente intuitivo y muy sagaz. ¿Ustedes creen, hijos, en esa historia de la intuición? Con perdón de mi viejo maestro Bergson, hoy tengo razonables motivos para creer que la intuición no existe, así como se la imaginan los que usan la palabra. Lo que tenemos es una recuperación de memoria profunda de algo que nos conmovió en algún instante de la vida y que por asociación de ideas –que eso sí existe- surge, cuando uno menos piensa, frente a situaciones que evocan fuertemente esos recuerdos escondidos. Michel, su padre,
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