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La Inspana De America


Enviado por   •  25 de Noviembre de 2014  •  2.781 Palabras (12 Páginas)  •  319 Visitas

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INTRODUCCIÓN

Todos los pueblos tienen creencias. Todos los pueblos han tenido religión, aunque no puede descartarse que haya pueblos sin religión. Luego de la excepcional lucidez de Epicuro en particular y del racionalismo griego en general, habrá que esperar el Siglo de las Luces, para ver aparecer a los primeros individuos naturalistas, escépticos o francamente irreligiosos. Es también desde entonces cuando se empieza a definir claramente el fenómeno religioso, oponiendo lo sagrado y la vida religiosa a lo profano y la vida secular de una cultura cada vez más secularizada, acompañada de importantes progresos científico-tecnológicos y jurídico-políticos.

Si la magia fue anterior a la religión entre los pueblos primitivos (Eliade, 1998), ambas engloban el concepto de creencias. Actualmente los pueblos siguen siendo todos creyentes, al menos en su propia identidad. Si no distinguimos la magia primitiva de la religión propiamente dicha, podemos afirmar que todos los pueblos han sido religiosos, incluidos los modernos. Así, las creencias religiosas o no parecen necesarias, al menos como una forma de cuidar la salud psicosocial. Digo al menos pues, como veremos, ésta no es sino una de las funciones de la religión.

La identidad es uno de esos conceptos básicos en torno a los cuales los individuos y las sociedades pretenden construir su existencia. Toda persona tiene derecho a una identidad y, por el simple hecho de ser alguien, se convierte en protagonista de su vida interior y en el centro de referencia del conjunto de sus relaciones sociales. Es más, para los historiadores y con esto se quiere orientar el trabajo hacia el campo académico de la teoría de la historia, en estos tiempos de crisis de la disciplina, no sería posible pensar en los individuos que vivieron los hechos del pasado y cuyas huellas quedaron reflejadas en el registro documental para que nosotros podamos conocerlas hoy, sin asignarles una identidad cultural determinada. También los pueblos, y las sociedades en general, tienen una identidad cultural decimos en estos casos en torno a la cual articulan sus relaciones internas y externas. Los principales elementos que intervienen en la construcción de esta identidad son conocidos, aunque no importa recordarlos en este momento simpre sirva de acierto para la adquisición de aprendizaje; en primer lugar está la lengua con la que se comunican entre sí, y que a menudo difiere de la que hablan los otros pueblos que no pertenecen a la comunidad. A continuación, la tierra que habitan aporta una carga telúrica a su identidad, convirtiéndose en una referencia trascendente, porque allí han nacido y en ella reposan los restos de sus antepasados. En tercer lugar el poder político, en torno al cual se teje la red de relaciones sociales y se desarrolla una dinámica de intercambios económicos.

La verdadera importancia de estos tres elementos para la construcción de la identidad cultural se comprueba cuando se analizan en su manifestación discursiva. La religión proporcionó un primer discurso global, a partir del cual se construyeron todos los demás. La teología cristiana convirtió a la figura de Dios Padre creador en el principio de todo lo que existe y es algo, podríamos añadir; por eso, sobre todo en el siglo XIII, el siglo de la cultura del gótico, y el más genuino de toda la Edad Media, era inevitable hacer teología cuando se construían los discursos políticos del poder. Teólogos, juristas y cortesanos pensaban que, al igual que el cielo estaba gobernado por Dios sentado en majestad en su trono, los pueblos eran regidos por un príncipe que había recibido el poder como una gracia divina. Por otra parte, la historia también tuvo un papel destacado en la construcción de la identidad. Se entendía esa historia como el relato ejemplar de un pasado contado, a menudo imaginado y no siempre recordado, que proporcionaba a todos –individuos, pueblos, poderes– un sentido moral de su existencia, por lo que tampoco estuvo muy alejada de la teología. Las leyes, las obras de arte y cualquier otro lenguaje cultural, los sistemas económicos de producción de bienes, etc. Todo contribuía a revestir de significado cultural la vida de los individuos y orientaba su existencia hacia un fin imaginado, la salvación como resultado del triunfo de la justicia divina, para lo cual era imprescindible aceptar la identidad que se había construido para cada uno previamente, de forma artificial, en los diferentes discursos.

Es posible afirmar, por lo tanto, que la identidad es un acto voluntariamente aceptado por la imaginación de los individuos. Queremos ser de una forma porque, voluntariamente. Esto que afirmamos para el presente, podría ser aplicado también al hombre medieval, aunque sus deseos se expresaran con otros lenguajes; en este sentido, la identidad medieval también se ha considerado una ficción1, de la misma manera que nosotros afirmamos en el título de este presente trabajo que se trata de una ilusión. Con esto queremos decir que la identidad no está determinada por ningún factor ajeno al individuo o a las comunidades políticas. Nadie puede imponernos nuestra forma de ser, como tampoco tenemos que aceptar el mandato divino, la llamada de la tierra o las órdenes de la autoridad, si no queremos y, además, estamos dispuestos a aceptar las consecuencias derivadas de nuestra actitud. Otra cosa es que los poderes constituidos defiendan un determinado modelo de identidad, y que cada uno por separado lo acepte, más menos, para no verse en la obligación de rechazarlo y tener que defender el suyo propio.

Tengamos en cuenta que a veces la construcción de la identidad puede ser una carga demasiado pesada para una persona sola. Don Quijote, por ejemplo, no encontraba palabras para explicar quién era él, cuando todos los que le rodeaban pretendían advertirle de su locura. Ante el acoso al que se veía sometido, no tuvo más remedio que encastillarse en su propia conciencia y responder a todos con un enigmático: yo sé quién soy (Parte I, cap. 5). Él era incapaz de justificar su existencia, por lo que no pudo decir nada más; pero el genio de Cervantes se encargó de hablar por su boca y construir un relato en el que triunfaba la imaginación, para que la idealizada figura del caballero se impusiera sobre una realidad vulgar.

Si todos los pueblos son creyentes en uno u otro grado aun ahora, la historia de los individuos es diferente. En efecto, a partir del Iluminismo y de las corrientes individualistas, la historia de los nuevos sujetos se “separa” de la historia de los pueblos y, así, algunos de aquéllos han reivindicado su personal irreligiosidad y han militado por la laicidad de los gobiernos. Hay individuos agnósticos, incluso ateos; no hay pueblos

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