Arte Y Comunicacion
nicoledom0724 de Octubre de 2013
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Gregor ha vuelto a casa después de su aventura en las Tierras Bajas (Gregor. La Profecía del Gris). Pero la tranquilidad no le durará mucho tiempo: su hermana Boots desaparece misteriosamente. Gregor descubre que ha sido raptada y conducida otra vez a las Tierras Bajas.
¿Por qué? La clave está en la Profecía de la Destrucción: Gregor es el guerrero del que habla la profecía, el que deberá proteger a la sociedad de Regalia de la amenaza de las ratas gigantes. Tiene la inteligencia, la habilidad y el valor necesario para enfrentarse a nuevos peligros pero, ¿y si la Profecía de la Destrucción quería decir otra cosa?
PARA CAP
Capitulo primero
C
uando Gregor abrió los ojos, tuvo la clara sensa¬ción de que alguien lo estaba observando. Reco¬rrió con la mirada su minúscula habitación, tratando de no mover un músculo. No se veía nada en el techo, ni encima de la cómoda. Y entonces la descubrió, sentada sobre el alféizar de la ventana, totalmente inmóvil excepto por el leve estremecimiento de sus antenas. Era una cuca¬racha.
—Te la estás jugando —le dijo Gregor en voz baja—. ¿Acaso quieres que te vea mi madre?
La cucaracha frotó sus antenas una contra la otra, pero no hizo ademán de escapar. Gregor suspiró, alargó la mano para coger el viejo tarro de mayonesa que le servía de cubilete para los lápices, lo vació sobre la cama y, con un rápido movimiento, atrapó con él al insecto.
Ni siquiera tuvo que levantarse para hacerlo. Su ha¬bitación no era en realidad una habitación, sino más bien un espacio pensado como despensa o almacén. Su cama estaba encajonada dentro, en el extremo del pasillo, de modo que, para acostarse, Gregor sólo tenía que subirse y reptar hasta su almohada. En la pared, frente al pie de la cama, había una hornacina con el espacio justo para albergar una estrecha cómoda, aunque los cajones sólo se podían abrir unos veinte centímetros. Los deberes tenía que hacerlos sentado en la cama, con una tabla de madera sobre las rodillas. Y no había puerta, pero Gregor no se quejaba. Tenía una ventana que daba a la calle, los techos eran altos y bonitos, y disfrutaba de más intimidad que el resto de su familia. Nadie solía en¬trar en su habitación... excepto las cucarachas.
A propósito de cucarachas, ¿qué les pasaba última¬mente? Siempre había habido alguna que otra en el apar¬tamento, pero ahora Gregor tenía la impresión de verlas por todas partes; cada vez que se daba la vuelta, ahí había una. No huían, ni trataban de esconderse. Se quedaban ahí sentadas... observándolo. Era extraño. Y Gregor no daba abasto para salvarles la vida.
El verano pasado, cuando una cucaracha gigante sa¬crificó su propia vida para salvar la de Boots, su hermanita de dos años, a muchos kilómetros bajo tierra, Gregor se juró a sí mismo no volver a matar a una cucaracha en su vida. Pero si su madre veía alguna, estaba perdida. Era tarea de Gre¬gor sacarlas de casa antes de que su madre conectara su ra¬dar anticucarachas. Cuando aún hacía buen tiempo, se había limitado a atraparlas y sacarlas de casa por la escalera de in¬cendios. Pero ahora que era diciembre, temía que los insec¬tos se murieran de frío si los dejaba a la intemperie, por eso últimamente había optado por meterlas en el fondo del cubo de basura de la cocina. Pensaba que sería un buen lugar para ellas.
Gregor empujó a la cucaracha fuera del alféizar, hasta conseguir que entrara en el tarro de mayonesa. Se escabu¬lló por el pasillo, pasó por delante del cuarto de baño y el dor¬mitorio que sus hermanas Boots y Lizzie, de siete años, com¬partían con su abuela, hasta llegar al salón. Su madre ya se había marchado. Le tocaba el turno del desayuno en la cafe¬tería en la que trabajaba de camarera los fines de semana. En¬tre semana trabajaba todo el día en la recepción de la con¬sulta de un dentista, pero últimamente no les alcanzaba sólo con ese sueldo.
El padre de Gregor dormía en el sofá. Ni siquiera dormido estaba quieto. Sus dedos temblaban, y de vez en cuando tiraba de la manta que lo cubría, mientras musitaba en voz baja. Su padre. Su pobre padre...
Había quedado destrozado después de permanecer más de dos años y medio prisionero de espantosas ratas gi¬gantes, a kilómetros bajo tierra. Durante el tiempo que pasó en las Tierras Bajas, como llamaban a ese lugar sus habi¬tantes, las ratas le habían hecho pasar mucha hambre, lo ha¬bían privado de luz y lo habían maltratado físicamente de mil maneras distintas sobre las que nunca hablaba. Sufría te¬rribles pesadillas, y a ratos le costaba distinguir la fantasía de la realidad, incluso cuando estaba despierto. Esto empeoraba cuando tenía fiebre, lo cual sucedía a menudo, pues pese a haber acudido al médico repetidas veces, no lograba librarse de una extraña enfermedad que había contraído en las Tie¬rras Bajas.
Antes de que Gregor cayera tras los pasos de Boots por una rejilla de ventilación que había en la lavandería, en el sótano de su edificio, este siempre había pensado que todo volvería a ser fácil una vez que su familia se hubiera reunido de nuevo. Todo era mil veces mejor ahora que su padre ha¬bía vuelto, eso Gregor lo sabía, pero fácil, desde luego, no era.
Gregor entró en la cocina sin hacer ruido y metió a la cucaracha en el cubo de la basura. Dejó el tarro en la encimera y se dio cuenta de que no había nada sobre ella. En la nevera sólo quedaba medio litro de leche, una botella de zumo de manzana, que apenas daba para un vaso, y un tarro de mos¬taza. Gregor se armó de valor y abrió la despensa. Había me¬dia barra de pan, un poco de mantequilla de cacahuete y un paquete de cereales. Agitó este para comprobar cuántos que¬daban, y dejó escapar un suspiro de alivio. Había comida su¬ficiente para el desayuno y el almuerzo. Y como era sábado, Gregor no tendría que comer allí, se iba a casa de la señora Cormaci, a echarle una mano.
La señora Cormaci. Era extraño cómo en los últi¬mos meses había pasado de ser su vecina cotilla a convertirse en una especie de ángel de la guarda. Poco después de que él, Boots y su padre regresaran de las Tierras Bajas, Gregor se la encontró en el descansillo.
—Y bien, jovencito, ¿dónde has estado? —le pre¬guntó—. Has tenido en vilo a todo el edificio —Gregor le soltó la historia que su familia y él habían inventado para la oca¬sión: el día que desaparecieron de la lavandería, había sacado a Boots a jugar un ratito al parque. Entonces se habían en¬contrado con su padre, que iba camino de Virginia para vi¬sitar a un tío enfermo y había querido llevarse con él a sus hijos. Gregor creía que su padre había llamado a su madre para avisarla, y su padre pensaba que ya lo habría hecho Gregor, y ninguno de los dos se dio cuenta hasta la vuelta del lío que habían causado.
—Mmm —había dicho entonces la señora Cormaci, mirándolo muy seria—. Creía que tu padre estaba viviendo en California.
—Y lo estaba —le contestó Gregor—. Pero ahora está aquí con nosotros.
—Ya veo —dijo la señora Cormaci—. Bueno, ¿y esta es tu historia?
Gregor asintió, consciente de que no era muy con¬vincente.
—Mmm —volvió a decir la señora Cormaci—. Pues yo de ti me la trabajaría un poco más —y dicho esto, se mar¬chó.
Gregor pensaba que estaba enfadada con ellos, pero unos días después llarnó a la puerta de su casa con una tarta en la mano.
—Le he traído una tarta a tu padre —dijo—. Es para darle la bienvenida. ¿Está en casa?
Gregor no quería dejarla pasar, pero su padre llamó desde la habitación, fingiendo alegría:
—¿Es la señora Cormaci?
Y esta se coló en casa rápidamente con su tarta. Nada más ver a su padre, esquelético, con el pelo completamente blanco y hundido en el sofá; se detuvo en seco. Si su primera intención había sido freírlo a preguntas, se olvidó de ello en ese mismo momento. En lugar de eso intercambió con él unos cuantos comentarios sobre el tiempo y se marchó.
Y entonces, unas semanas después de que empeza¬ran de nuevo las clases, su madre volvió una noche con las si¬guientes noticias:
—La señora Cormaci quiere contratarte para que la ayudes los sábados —le dijo.
—¿Para que la ayude? —contestó Gregor con cau¬tela—. A hacer ¿qué? —no quería ayudar a la señora Cormaci. Seguro que le haría un montón de preguntas y querría leerle el futuro con sus cartas del tarot, y...
—Pues no lo sé. A hacer cosas en su casa. No tienes por qué aceptar si no quieres, pero me pareció que sería una buena manera de ganarte un dinerito —le había dicho su madre.
Y entonces Gregor supo que lo haría, pero nada de malgastarlo, nada de ganarse unos dólares para ir al cine o comprarse tebeos y esas cosas. Se gastaría el dinero en su fa¬milia. Porque aunque su padre había vuelto a casa, no podía de ninguna manera volver a trabajar como profesor de ciencias. Sólo había salido de casa unas pocas veces, y siempre para ir al médico. Los seis vivían de lo que ganaba su madre, y entre las facturas del médico, el material escolar, la ropa, la comida, el alquiler, y un sinfín de gastos más necesarios para vivir, no llegaban a fin de mes.
—¿A qué hora quiere que vaya? —había preguntado Gregor.
—Me dijo que a las diez estaría bien.
Aquel primer sábado, unos meses atrás, tampoco había mucha comida en casa, de modo que
...