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CENOTES MAYAS


Enviado por   •  13 de Noviembre de 2014  •  3.961 Palabras (16 Páginas)  •  257 Visitas

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Cenotes mayas

Cerca de las ruinas de la ciudad maya de Chichén Itzá, en la linde de un modesto maizal, una voz eufórica reverbera desde el fondo de un pozo. «¡Lo vi! ¡Lo vi! –grita–. ¡Sí, es verdad!» Asomado a la boca del foso, el arqueólogo subacuático Guillermo de Anda necesita asegurarse de que lo que acaba de oír es lo que lleva tantos meses esperando. «¿Qué es verdad, Arturo?» Su colega, el arqueólogo Arturo Montero, flotando en el fondo, grita de nuevo: «¡La luz cenital! ¡Funciona de verdad! ¡Baja!».

Lo que De Anda esperaba con impaciencia es que su amigo Montero verificase si el agua de aquel pozo natural, un cenote, había servido a los antiguos mayas de reloj de sol y cronómetro sagrado en los dos días concretos del año, el 23 de mayo y el 19 de julio, en que el sol alcanza su cenit, lo que significa que se sitúa sobre la vertical del lugar. En ese momento los rayos solares caen perpendiculares al suelo y no se proyecta sombra alguna. El cenote está al noroeste de la escalera principal de El Castillo (o templo de Kukulkán), la famosa pirámide central de Chichén Itzá, y dentro del recinto urbano de esa misteriosa ciudad.

¿Acaso hace siglos los sacerdotes mayas se reunían en aquel mismo pozo para observar y corregir sus mediciones del ángulo del sol cuando este llegaba al cenit, un fenómeno que solo ocurre en los trópicos? ¿Acudían al cenote en épocas de sequía para hacer ofrendas y en épocas de bonanza para agradecer una cosecha abundante? ¿Creían que en este pozo se daban cita el sol y las generosas aguas para crear vida? En torno a estas y otras pre­guntas sobre la relación del antiguo pueblo maya con sus dioses, su ciudad sagrada y su calendario –de una precisión extraordinaria– giraba la investigación de los dos arqueólogos.

De Anda, uno de los grandes nombres de la arqueología subacuática, había trabajado en el cenote Holtún muy pocas veces y sin apenas financiación. Montero, de la Universidad de Tepeyac, pagaba de su bolsillo su participación en la investigación. El 23 de mayo había estado en la ciudad vecina de Mérida dirigiendo un seminario sobre arqueoastronomía en la Universidad de Yucatán, donde daba clases De Anda. Esa mañana, un día después del cenit, por fin viajaban al cenote Holtún. La expedición había empezado con mal pie: complicaciones diversas los habían retrasado y habían llegado al pozo con el tiempo justo, cuando el sol estaba a punto de alcanzar el cuasi cenit. Con pocos minutos de margen, Montero y el estudiante universitario Dante García Sedano se habían dado toda la prisa del mundo para enfundarse el traje de buzo, engancharse los arneses y descender al pozo con ayuda de unos campesinos mayas de la vecindad.

Y de repente ahí estaba Montero dando voces y gritos de alegría mientras los agricultores bajaban al pozo un bote neumático, y después, a mí. De Anda, empapado de sudor, tuvo que pelearse con el traje de buzo, pero al final también él descendió los 20 metros hasta el fondo del cenote. Los cuatro éramos probablemente las primeras personas desde hacía siglos en observar el recorrido del dios sol sobre aquellas aguas.

Después de traspasar la angosta boca del cenote, las paredes se abrían hasta formar una cúpula inmensa, similar al interior de una catedral donde las raíces de los árboles se abrían paso entre las rocas buscando el agua. Tras atravesar el orificio (de forma rectangular, probablemen­te una representación de las cuatro esquinas del universo de los mayas), el rayo de luz solar danzaba como una llamarada de fuego sobre las delicadas e intrincadas estalactitas circundantes. También la superficie del agua pareció inflamarse al contacto con la luz, y más abajo, las aguas normalmente oscuras adquirieron una espectacular transparencia de color turquesa. Los rayos solares penetraban tan cerca de la perpendicular que Montero comprendió que la víspera, en el momento del cenit absoluto, un pilar luminoso totalmente vertical habría caído a plomo en el agua. Sintió un profundo sobrecogimiento.

En las dos últimas décadas los arqueólogos han empezado a estudiar a fondo el papel que las cuevas, el sol cenital y los cenotes desempeñaron en las creencias y la cosmovisión de los antiguos mayas de Yucatán. Sabían que para los mayas estas grutas eran puertas de acceso a un mundo sobrenatural habitado por Chac, el dios de la lluvia vivificadora, pero hasta hace poco no se ha empezado a entender de qué mo­­do condicionaron su arquitectura y urbanismo.

En 2010 De Anda, que para entonces ya había buceado en decenas de cenotes, empezó a explorar Holtún invitado por Rafael Cobos, un reputado arqueólogo que se ha dedicado a investigar y cartografiar los cientos de antiguas estructuras, promontorios y pozos de la región de Chichén Itzá. De Anda también contaba con la colabora­ción del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Mientras inspeccionaba las paredes del pozo a pocos metros por debajo de la superficie del agua, su cabeza topó con un saliente. Con asombro comprobó que se trataba de una repisa natural de roca en la que había una ofrenda consistente en un cráneo humano, piezas de cerámica, el cráneo de un perro, huesos de ciervo y un cuchillo de doble filo que probablemente se usaba para sacrificios, todo colocado allí con esmero siglos atrás. Su linterna frontal reveló en las profundidades del cenote la presencia de columnas rotas, una talla de un jaguar antropomorfo y una figura similar a uno de los hombrecillos de piedra del Templo de los Guerreros de Chichén Itzá, esculpidos de tal modo que parecen sostener el cielo. Aquel pozo abierto en medio de un maizal era a todas luces un lugar sagrado.

Hoy, tres años más tarde, De Anda y Montero han descubierto no solo la relación entre el sol cenital y Holtún, sino también la influencia que al parecer tuvieron ese sol cenital y el cenote a la hora de emplazar y orientar la pirámide de El Castillo de Chichén Itzá. Ya se sabía que en el equinoccio de primavera una serpiente de luz solar desciende reptando por un lateral de la escalera central de la pirámide, un espectáculo al que todos los años asisten miles de turistas. Algunos de ellos se dan un paseo hasta el famoso Cenote Sagrado, cuya boca fue alimentada con quién sabe cuántos seres humanos y otras ofrendas durante siglos, cuando Chichén Itzá era una importante y floreciente ciudad-estado. A primera hora del 23 de mayo, el día del sol cenital, Montero había acudido a la pirámide central y descubrió que el sol, K’inich Ajaw, sale en perfecta coincidencia con la esquina nordeste de la pirámide. Horas después se pone en línea con la escalera occidental de la pirámide y el aparentemente anodino pozo de Holtún.

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