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El Amor En Los Tiempos De Colera


Enviado por   •  15 de Diciembre de 2012  •  4.214 Palabras (17 Páginas)  •  429 Visitas

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de los Escribanos, y todo el que tuvo con qué pagarlo aprovechó la ocasión para hacerse

un retrato. Fermina e Hildebranda fueron de las primeras. Vaciaron el ropero de Fermina

Sánchez, se repartieron las ropas más vistosas, las sombrillas, los zapatos de fiesta, los

sombreros, y se vistieron de damas del medio siglo. Gala Placidia las ayudó a ceñirse los

corsés, las enseñó a moverse dentro de los armazones de alambre de los miriñaques, a

calzarse los guantes, a abotonarse los botines de tacones altos. Hildebranda prefirió un

sombrero de alas grandes con plumas de avestruz que le caían sobre la espalda. Fermina

se puso uno más reciente, adornado con frutas de yeso pintado y flores de crinolina. Al

final se burlaron de sí mismas cuando se vieron en el espejo tan parecidas a los

daguerrotipos de las abuelas, y se fueron felices, muertas de risa, a que les hicieran la

foto de sus vidas. Gala Placidia las vio desde el balcón atravesando el parque con las

sombrillas abiertas, sosteniéndose como podían sobre los tacones y empujando los

miriñaques con todo el cuerpo como andaderas de niños, y les echó la bendición para

que Dios las ayudara en sus retratos.

Había un tumulto frente al estudio del belga, porque estaban fotografiando a Beny

Centeno, que por aquellos días había ganado el campeonato de boxeo en Panamá.

Estaba en pantalones de pelea, con los guantes puestos y la corona en la cabeza, y no

fue fácil fotografiarlo porque debía permanecer en posición de asalto durante un minuto y

respirando lo menos posible, pero tan pronto como alzaba la guardia sus fanáticos

prorrumpían en ovaciones, y él no podía resistir la tentación de complacerlos exhibiendo

sus artes. Cuando llegó el turno de las primas el cielo se había nublado y la lluvia parecía

inminente, pero ellas se dejaron empolvar las caras con almidón y se apoyaron con tal

naturalidad en una columna de alabastro, que lograron permanecer inmóviles por más

tiempo del que parecía racional. Fue un retrato eterno. Cuando Hildebranda murió, casi

centenaria en su hacienda de Flores de María, encontraron su copia bajo llave en el

armario del dormitorio, escondida entre los pliegues de las sábanas perfumadas, junto

con el fósil de un pensamiento en una carta borrada por los años. Fermina Daza tuvo

siempre la suya muchos años en la primera hoja de un álbum de familia, de donde

desapareció sin que se supiera cómo, ni cuándo, y llegó a manos de Florentino Ariza por

una serie de casualidades inverosímiles, cuando ya ambos pasaban de los sesenta años.

La plaza frente al Portal de los Escribanos estaba colmada hasta los balcones

cuando Fermina e Hildebranda salieron del estudio del belga. Habían olvidado que tenían

las caras blancas de almidón y los labios pintados de una pomada del color del chocolate,

y que sus ropas no eran propias de la hora ni de la época. La calle las recibió con una

rechifla de burla. Estaban arrinconadas, tratando de escapar al escarnio público, cuando

se abrió paso por entre el tumulto el landó de los alazanes dorados. La rechifla cesó y los

grupos hostiles se dispersaron. Hildebranda no había de olvidar jamás la primera visión

del hombre que apareció en el estribo, su cubilete de raso, su chaleco de brocados, sus

ademanes sabios, la dulzura de sus ojos, la autoridad de su presencia.

Aunque nunca lo había visto, lo reconoció de inmediato. Fermina Daza le había

hablado de él, casi por casualidad y sin ningún interés, una tarde del mes anterior en que

no quiso pasar por la casa del Marqués de Casalduero porque el landó de los caballos de

oro estaba estacionado frente al portal. Le contó quién era el dueño y trató de explicarle

las causas de su antipatía, aunque no le dijo una palabra de sus pretensiones.

Hildebranda lo olvidó. Pero cuando lo identificó en la puerta del coche como una aparición

de fábula, con un pie en tierra y otro en el estribo, no entendió los motivos de la prima.

-Háganme el favor de subir -les dijo el doctor Juvenal Urbino---. Las llevo adonde

ordenen.

Gabriel García Márquez 77

El amor en los tiempos del cólera

Fermina Daza inició un gesto de reticencia, pero ya Hildebranda había aceptado. El

doctor Juvenal Urbino echó pie a tierra, y con la punta de los dedos, casi sin tocarla, la

ayudó a subir en el coche. Fermina, sin más alternativas, subió después de ella, con la

cara encendida por el bochorno.

La casa estaba a sólo tres cuadras. Las primas no se dieron cuenta de que el

doctor Urbino se hubiera puesto de acuerdo con el cochero, pero debió ser así, porque el

coche tardó más de media hora en llegar. Iban sentadas en el asiento principal, y él

frente a ellas, de espaldas al sentido de la marcha del coche. Fermina volvió la cara hacia

la ventana y se hundió

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