La Democracia
ppbb13 de Julio de 2013
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La Democracia Venezuela / Historia
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Caribana: 1.000-1700
Hombres teñidos de rojo onoto derriban un inmenso árbol. El tronco cae hendiendo la selva. Lo desbastan, lo ahuecan con fuego, alistan una enorme canoa. En ella reman cincuenta guerreros. Su pueblo se llama a sí mismo los kariña, la Gente. La piragua surca el río más grande de la tierra. En todo el curso saludan pueblos de su misma nación. La esbelta nave llega al delta, irrumpe en el mar, desafía invicta las poderosas olas. En las cargadas nubes fulgura amoco, el rayo. Por las noches los guía el refulgente racimo de Maraguaray, las Pléyades.
Desde el Pomeroon, el Wiapoco, el Orinoco, desde todos los ríos de Poniente surgen piraguas similares que se unen en nutridas flotillas. Todas confluyen en Uriaparia, el gran centro de intercambios rituales. Allí se reúnen con las delegaciones de caracas, tamanacos, guarinos, kirikires, aliles, tomusas, mariches, zapoaras, meregotos, chacaragotos, characuares, topocuares, cumanagotos, chaimas y yekuanas: con las incontables familias de la nación kariña que habitan los llanos, las selvas y la Costa de las Perlas. Del mar arriban las flotillas de los kalinagoum, los caribes insulares que pueblan el arco de las antillas menores hasta Borinquen y las Bahamas. Se inicia la fiesta sagrada, el areíto. Uno tras otro los puidei, los hombres sabios, entonan aremis, canciones sagradas que son a la vez historia, sapiencia, moral, ley, trascendencia. Intercambian sal, hayo, tintes, ornamentos, cestería, herramientas, medicinas, conjuros, mitos, dioses, palabras.
Al igual que los griegos de los tiempos clásicos, los incontables pueblos de la vasta comunidad desdeñan convertirse en Estado. Como los de la Edad de Oro, no tienen clases sociales ni acumulan posesiones. No aceptan jefes, salvo los que transitoriamente eligen para las expediciones o las guerras rituales. Desprecian ser un imperio. Son mucho más que eso: son la gran nación de Caribana, que habla idiomas de la misma familia y vive de igual manera. No expanden fronteras: difunden una cultura. Su ámbito se extiende desde el macizo Amazónico hasta las costas de América del Norte pasando por las grandes llanuras y mesetas septentrionales de Suramérica, y tiene como Mediterráneo un mar al cual darán su nombre. Concluye la gran fiesta colectiva. Se trenzan alianzas familiares y estratégicas, amistades, amores. Las flotillas retornan a los distintos ámbitos de su inmenso hogar.
Caribana no es desmesurada sólo en su extensión geográfica, que abarca desde el Trópico de Cáncer al de Capricornio. Su cronología ocupa un milenio, la mitad de él como triunfante expansión que no perturba la ecología, la otra como principal resistencia en el área a la Primera Conquista. Caribana subsiste en las naciones kariñas del macizo amazónico, de las Guayanas y del Oriente y Occidente venezolanos; en los garifunas, la nueva nación que produjo su mestizaje con los esclavos escapados y que pobló las Antillas y las costas centroamericanas. Caribana pervive en nosotros como una cultura. No sólo en la red de toponimias que define la mayoría de nuestros espacios: si hoy sobrevivimos, es porque durante siglos adoptamos sus técnicas agrícolas, pesqueras, venatorias, arquitectónicas, medicinales. Ignoramos cuánto de nuestro igualitarismo, de nuestra solidaridad familiar y grupal son herencia suya. No sabemos cuándo tendremos que volver sobre sus huellas para sobrevivir o resistir a la Segunda Conquista.
La Monarquía Universal: 1519-1810
En 1519 un mozo de 19 años recibe sobre sus sienes la pesada corona del orbe. El consejero Mercurino de Gattinara musita a los oídos de quien desde ese momento será llamado el Emperador Carlos v: "Dios el Creador os ha conferido la gracia de elevaros en dignidad por sobre todos los reyes y príncipes cristianos constituyéndoos como el más grande Emperador y Rey que haya existido desde la división de Europa hecha en persona de vuestro predecesor Carlomagno y dirigiéndoos al recto camino de la Monarquía para reducir al mundo universal bajo un pastor".
Para comprar el venal voto de los Kurfurtemprinze, los príncipes electores, Carlos v cede a los banqueros Fuggers el Perú, y a los Welzers la provincia de Venezuela. El joven Emperador necesita oro desesperadamente. El mismo año de su coronación, Hernán Cortés conquista México. En Venezuela sigue la lucha emprendida hace dos décadas para vencer a los irreductibles caribes.
El único proyecto capaz de enfrentárseles es otro de magnitud todavía más colosal. El Emperador es Defensor de la Fe: de una Fe que a lo largo de un milenio se ha convertido en sinónimo de Occidente. Este credo europeo y católico tiene pretensión ecuménica, vale decir, universal. Europa unida bajo la cruz de la Fe y la espada del Imperio será árbitro del mundo.
En América, como en todas partes, el proyecto ecuménico avanza por la sangre, el fuego y la catequesis. Un siglo de conquista nos contagia los males de la sociedad clasista, pero nos lega los instrumentos de una cultura y dos lenguas comunes. Con ellas viene un lugar en este designio planetario. Historiadores como Guillermo Morón han demostrado que tras la Conquista no éramos colonos, sino españoles: nacionales de una magna España que abrazaba el orbe. Tampoco éramos la ínfima capitanía cuya miseria y aislamiento exageraron y en parte inventaron los historiadores positivistas. A principios del siglo xviii teníamos la flota propia más importante de las colonias americanas. Con dieciocho buques exportábamos cacao a México. Desde 1739 hasta 1777 estuvimos unidos al virreinato de la Nueva Granada.
Formábamos parte de una comunidad planetaria uncida a un proyecto que no era el plan de un instante, ni de una vida. Tampoco el de un Emperador, ni el de una dinastía; ni siquiera el de un Siglo, aunque éste fuera de Oro. Tal proyecto declinó por su propia talla colosal. Durante dos siglos España se batió con todos los aspirantes a sustituirla en la preponderancia europea: Inglaterra apoyó a todos y cada uno de estos rivales. Y sin embargo, Felipe ii salvó en Lepanto la supervivencia de un Occidente que de otro modo habría sido mahometano, o quizá no habría sido en absoluto; aunque el sueño de la unidad europea tuvo que ser aplazado hasta que una Inglaterra exhausta fue incapaz de impedirlo. Mas que Madre Patria de América, España lo es de la Europa Unida. Mientras tanto, los americanos utilizábamos los instrumentos impuestos de la lengua y la cultura comunes para emprender el camino hacia nuestra propia grandeza.
Colombia: 1781-1816
Un joven capitán del regimiento Aragón acompaña en 1781 al general Juan Manuel Cagigal en la dirección de las tropas españolas que estrechan el dificultoso sitio sobre Pensacola. La situación militar se presta a la perplejidad. Francia y España, monarquías absolutistas, ayudan la causa de los rebeldes norteamericanos. Se trata de fastidiar al común enemigo monárquico inglés. En esta reyerta entre coronas, avatar del secular pleito por la hegemonía europea, el capitán Francisco de Miranda no sólo gana su ascenso a teniente coronel del ejército español. Está de corazón con los insurrectos de Nueva Inglaterra. Algún día, piensa, la América ibérica seguirá igual camino. Sólo que en vez de recorrerlo sobre un estrecho cinturón de colonias atlánticas, dispondrá para ello del territorio del imperio ibérico en el Nuevo Mundo.
Francisco de Miranda vislumbra con la lucidez del trance una potencia latinoamericana establecida desde el Mississippi hasta el Cabo de Hornos, con capital en el centro geográfico y estratégico de Panamá. No se trata de banal complacencia en la extensión geográfica. Colombia, como ya bautiza a su ciclópeo proyecto, no sólo implicará un vuelco geopolítico: también supone un giro político de magnitud equiparable. Enarbola una ecumenicidad todavía más universal que la católica: la de la Razón. No se limita a desligar un mundo de las cadenas que lo atan a las antiguas coronas: osa aniquilar el concepto mismo de monarquía; cambia al súbdito en ciudadano y transmuta a éste en soberano. Tanto el poder Ejecutivo de la Colombia mirandina, integrado por dos Incas, como su cuerpo legislativo compuesto de representantes nombrados por Asambleas Provinciales o Amautas, serán alternativos y electivos. Es la fuerza del ideal grecorromano de la República, restaurado cuando todavía se ignora el destino de las colonias sublevadas y Europa es un amasijo de monarquías decadentes.
Todavía faltan ocho años para que la burguesía francesa ose apenas solicitar del Rey una ligera modificación en la composición de los Estados Generales que sancionan los impuestos, y ya Francisco de Miranda se dispone a ejecutar su designio titánico. Para ello, emprende la tarea no menos desmesurada de forjar al ser capaz de cumplirlo. Así, apunta que "La experiencia y conocimiento que el hombre adquiere, visitando y examinando personalmente, con inteligencia prolija el gran libro del universo, las sociedades más sabias y virtuosas que lo componen, sus leyes, gobierno, agricultura, policía, comercio, arte militar, navegación, ciencias, artes, etc., es lo que únicamente puede sazonar el fruto y completar en algún modo la obra magna de formar un hombre sólido".
El aguerrido oficial llega a dominar todas y cada una de estas disciplinas; fulgura en las cortes, los campos de batalla y los escenarios políticos de tres continentes. Se convierte en un hombre universal, o —lo que en su proyecto es lo mismo— colombiano. Su infatigable acción inclina a varias potencias europeas a favor de la Independencia. A partir de 1806 combate por ella. En 1816
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