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La Guerra Fria

caArla21 de Febrero de 2012

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Hace más de diez años, frente a la Puerta de Brandenburgo, Ronald Reagan dijo: ‘‘Secretario General Gorbachov, si usted realmente busca la paz, la prosperidad de la Unión Soviética y del este de Europa, si busca la liberalización: ¡Venga aquí! ¡Abra esta puerta! ¡Derribe este muro!’’

No pasó mucho tiempo antes de que el muro fuera derribado y el imperio más formidable en la historia del mundo se colapsara tan rápidamente que, según palabras de Havel, ‘‘no tuvimos tiempo ni para sorprendernos".

Con la desintegración de la Unión Soviética, concluyó el experimento político y social más ambicioso de la era moderna. El mayor drama político del siglo XX: el conflicto entre el Occidente libre y el Este totalitario, terminó con el fracaso de este último. Lo que probablemente sea el evento histórico más importante de nuestras vidas ya está en el pasado.

Es natural preguntarse, dado lo extraordinario de estos acontecimientos, qué fue lo que provocó la destrucción del comunismo soviético. Para nuestra sorpresa, sin embargo, se trata de un tema que nadie parece querer discutir. Esa renuencia es particularmente aguda entre los intelectuales. Consideren lo que sucedió el 4 de julio de 1990, cuando Mijail Gorbachov se dirigió a los estudiantes y profesores de la Universidad de Stanford. La Guerra Fría ha terminado, dijo Gorbachov, y la gente aplaudió con evidente alivio. Luego añadió: ‘‘Y es mejor no discutir quién la ganó.’’ En ese momento, la multitud se puso de pie y lo aplaudió delirantemente.

El deseo de Gorbachov de eludir este tema era muy comprensible. Pero ¿por qué estaban los aparentes triunfadores de la Guerra Fría igualmente dispuestos a no celebrar su victoria ni analizar cómo se había conseguido la misma? Quizás la razón fuera porque prácticamente todo el mundo se equivocó en relación con la Unión Soviética. Las palomas o apaciguadores estuvieron total y espectacularmente equivocados en todos los puntos. En 1983, por ejemplo, cuando Reagan califico a la Unión Soviética de ‘‘imperio maligno’’, Anthony Lewis de The New York Times se indignó tanto que tuvo que registrar su repertorio para encontrar un adjetivo adecuado: ‘‘simplista’’, "sectario", "peligroso", "escandaloso", nada parecía suficiente. Finalmente, Lewis se decidió por ‘‘primitivo’’ como "la única palabra para calificarlo’’.

A mediados de los años 80, Strobe Talbott, que entonces era periodista de Time, y que posteriormente fue funcionario del Departamento de Estado de Clinton, escribió: ‘‘Reagan está contando con la tecnología y la hegemonía económica norteamericana para imponerse al final’’ pero si la economía soviética está en algún tipo de crisis ‘‘es una crisis permanente, institucionalizada con la que han aprendido a vivir’’

La historiadora Barbara Tuchman alegaba que en vez de utilizar una política de confrontación, el Occidente debía congraciarse con los soviéticos siguiendo ‘la opción del pavo relleno", es decir, "dándoles todos los granos y bienes de consumo que necesitan’’. Si Reagan hubiera seguido ese consejo cuando se lo ofrecieron en 1982, probablemente el imperio soviético seguiría existiendo todavía.

Es cierto que los halcones anticomunistas comprendían mucho mejor el totalitarismo y la necesidad de armarse para disuadir la agresión soviética. Pero también ellos consideraban al comunismo soviético como un adversario permanente y prácticamente indestructible. Esta melancolía spengleriana se refleja en la famosa observación de Whittaker Chambers ante la Comisión de Actividades Anti-Norteamericanas en 1948 cuando dijo que, al abandonar el comunismo, estaba ‘‘dejando el lado ganador.’’

Por otra parte, los halcones también se equivocaron en relación con los pasos que había que dar para conseguir el desmantelamiento del imperio soviético. Durante el segundo período de Reagan, cuando éste apoyaba los esfuerzos reformistas de Gorbachov y buscaba acuerdos de reducción de armamentos con él, muchos conservadores denunciaron su aparente cambio de posición. ‘‘Ignorante y patética’’ fue como Charles Krauthammer calificó la conducta de Reagan. William F.Buckley Jr., por su parte, lo exhortó a reconsiderar su valoración positiva de Gorbachov: ‘‘Saludarlo ahora como si ya el régimen no fuera maligno es como cambiar nuestra posición en relación con Adolfo Hitler.’’ También George Will se lamentaba porque ‘‘Reagan ha acelerado el desarme moral del Occidente al elevar los deseos al status de filosofía política’’.

A nadie le gusta que cuestionen su conocimiento pero las palomas han sido especialmente renuentes en admitir que se equivocaron y que Reagan tenía razón. De aquí que en los últimos años hayan hecho un serio esfuerzo por reescribir la historia. En su opinión, el fin de la Unión Soviética no encierra ningún misterio: sufría de crónicos problemas económicos y se derrumbó por su propio peso. ‘‘El sistema soviético se colapsó debido a las fallas y defectos de su núcleo central’’, escribe Strobe Talbott, ‘‘no por nada que el mundo exterior haya hecho o dejado de hacer.’’

Desde el punto de vista de Talbot ‘‘la amenaza soviética no era lo que acostumbraba ser. Lo realmente importante, sin embargo, es que nunca lo fue. En el gran debate de los pasados 40 años, las palomas tenían la razón.’’ Mientras tanto, George Kennan, insiste en que "la extrema militarización’’ perseguida por Reagan y los hombres de línea dura del Pentágono, ‘‘fortalecieron consistentemente a los hombres de línea dura comparables en la Unión Soviética.’’ Lejos de acelerar el fin de la Guerra Fría, puede que lo hayan pospuesto.

Si este análisis es impresionante es por su audacia. La Unión Soviética realmente sufría de enervantes problemas económicos. Pero ¿por qué habría esto de aparejar el fin del régimen político? Históricamente es común que las naciones tengan malos rendimientos económicos pero nunca han sido las escasees de alimentos o el retraso tecnológico causas suficientes para la destrucción de un gran imperio. El imperio romano sobrevivió durante siglos la corrosión interna antes de ser destruido por la invasión de las hordas bárbaras. El imperio otomano se mantuvo durante generaciones como ‘‘el enfermo de Europa" y sólo la catastrófica derrota de la I Guerra Mundial pudo hacerlo desaparecer.

Tampoco el argumento económico puede explicar por qué el imperio se colapsó en el momento preciso en que lo hizo. Lo que los revisionistas vienen a decir es que "sucedió y, por consiguiente, era inevitable.’’ Pero si el colapso soviético era tan seguro, ¿por qué no fue pronosticado por los revisionistas, que eran unánimes en proclamar, como decía una columna de Anthony Lewis de 1983, que el régimen soviético ‘‘no va a desaparecer’’

Afirmar que Gorbachov fue el arquitecto del colapso de la Unión Soviética no es menos problemático. Sin duda era un reformador y un nuevo tipo de dirigente soviético pero Gorbachov no quería llevar al partido y al régimen al precipicio. Cuando la URSS se colapsó, nadie resultó más sorprendido que Gorbachov. Cuando fue barrido del poder no quería creerlo y todavía está indignando y perplejo por haber sacado menos del 1 por ciento de los votos en las elecciones de 1996.

Es curioso que el hombre que comprendiera bien las cosas desde el principio fuera, a primera vista, un improbable estadista. Cuando se convirtió en el líder del mundo libre no tenía experiencia en política exterior. Algunos pensaban que era un peligroso guerrerista, otros lo consideraban un hombre agradable aunque un poco torpe. Sin embargo, este peso ligero de California resultó tener una comprensión tan profunda del comunismo como Alexander Solyenitsin. Este amateur desarrolló una estrategia tan compleja y contra-intuitiva para tratar con la Unión Soviética que prácticamente nadie a su alrededor la apoyaba o ni siquiera la comprendía. Gracias una combinación de visión, tenacidad, paciencia y capacidad de improvisación produjo lo que Henry Kissinger considera ‘‘la hazaña diplomática más asombrosa de la era moderna.’’ 0 como dijo Margaret Thatcher: ‘‘Ronald Regan ganó la Guerra Fría sin disparar un tiro’ ‘

En su apreciación del poderío soviético, Reagan era mucho más escéptico que los halcones y que las palomas. En 1981 le dijo a su audiencia en la Universidad de Notredame: ‘‘El Occidente no va a contener al comunismo. Va a trascender al comunismo. Lo va a descartar como un extravagante capitulo en la historia cuyas últimas páginas se están escribiendo ahora.’’ Al año siguiente, dirigiéndose al Parlamento británico, Reagan pronosticó que si la Alianza Occidental permanecía fuerte produciría ‘‘una marcha de la libertad y de la democracia que dejará al marxismo-leninismo en el basurero de la historia’’

Esas proféticas afirmaciones -descartadas en su época, como simples artificios retóricos- suscitan una interrogante: ¿Cómo sabía Reagan que el comunismo soviético afrontaba un inminente colapso cuando las mentes más astutas de su época no tenían ni la más vaga idea de lo que iba a suceder? Para tratar de responder a esta pregunta lo mejor es empezar por sus chistes. Con el pasar de los años, Reagan acumuló muchos cuentos que atribuía al mismo pueblo soviético. Uno de ellos hablaba de hombre que va a un mercado y pide un kilo de carne de res, medio kilo de mantequilla

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