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La Sombra Del Caudillo

jiamelico9 de Octubre de 2011

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“La Sombra del Caudillo”

Cuando se termina la revolución se dan cuenta que alguien debe tener las riendas del país y es un hombre que no está acostumbrado al poder mientras grupos opositores circulan por el país, en la novela abunda la intriga y la persecución así como el carácter del revolucionario dispuesto a muchas cosas y acostumbrado al dolor tanto física como mentalmente, el presidente quiere poner orden y no le interesa mucho de cómo se lograra esto y es común la tortura así como los fusilamientos, las practicas que se llevaban a cabo no distan mucho de la situación actual donde parece que en México se carga con una herencia revolucionaria y de poder que tal vez no tenga fin.

Ambientada en los años 20, el hilo conductor es la sucesión presidencial, y los personajes se adivinan fácilmente: “El Caudillo”, Álvaro Obregón; Hilario Jiménez, secretario de Gobernación es un indudable Plutarco Elías Calles; Ignacio Aguirre, secretario de la Guerra, encarna al general Francisco Serrano.

“El Caudillo”, como se sospecha desde el título, aparece poco en escena, pero su sombra ubicua domina las decisiones, estrategias, pensamientos y fantasías de todos los demás. Se trata de un hombre en cuyas estudiadas gesticulaciones y tono pausado se detecta inmediatamente a un viejo lobo de mar. Un hombre que se sabe con poder y autoridad, y que, en consecuencia, se conduce con gran aplomo y elegancia. Una de esas personas que se dan el lujo de abdicar a la prepotencia y dar “sugerencias”, sabiendo que todos las entienden como órdenes explícitas.

Hilario Jiménez. Éste es el hombre que tiene un plan y sabe lo que quiere, lo cual en política es tan indispensable como para el científico plantear la pregunta adecuada antes de iniciar sus experimentos. Conoce las entrañas del sistema y ha aprendido a transar con ello; no escapa a las tentaciones que el poder sirve sobre su mesa, y sin embargo, tiene la gran virtud de mantener un discurso institucional, incluso cuando los otros cometen la ingenuidad de “decir netas en corto” (la escena de la entrevista Jiménez-Aguirre es clave). Aun cuando, exasperado, se indigna y maldice debido a que un interés descaradamente personal se ve afectado, nunca olvida mencionar que su rabia se debe a que la República es la que está sufriendo. Racionalizaciones a parte, se le puede acusar de todo, menos de estúpido. Implacable, no obstante se dejan ver momentos de indecisión que sabe ocultar tras su prestigio (previo a la entrevista con Aguirre, se le ve por ejemplo claramente dubitativo, estresado, pero en el momento preciso, apenas su contrincante cruza la puerta del despacho, regresa a ser el hombre de hierro que se sabe futuro presidente). Son este tipo de sutilezas las que resultan tan aleccionadoras.

Ignacio Aguirre es en buena medida lo contrario a Jiménez. Aguirre no es el favorito de El Caudillo para sucederlo, pero es popular, cuenta con el respaldo de grupos importantes, y gracias a su puesto como secretario de la Guerra cuenta con recursos y voluntades favorables. Su virtud es serle leal al Caudillo (virtud, digo, porque la lealtad es sin duda un valor escaso y preciado en política). Deja sin embargo que la lealtad se convierta en un lastre y no en una oportunidad. Su vicio más acusado es que se trata de un hombre profundamente adicto a la coyuntura, sin un plan claro: no sabe qué quiere, pero tampoco qué no quiere. Desde entonces, Aguirre y su camarilla empiezan a cometer una serie de actos de una incompetencia ofensiva y primeriza: primero “dar por hecho”, imperdonable (dar por hecho en política es casi tan peligroso como dar por hecho en el amor); mientras Jiménez conspira, Aguirre y compañía gastan el tiempo felices con mujeres fáciles (“la mora” es un personaje interesante, una astuta mujer de la vida galante, bastante mona), pisteando como desesperados, congratulándose

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