VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA CAP 1Y 2
roberto6822 de Mayo de 2013
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CAPÍTULO 1
El domingo 24 de mayo de 1863, mi tío, el profesor Liden-
brock, entró rápidamente a su hogar, situado en el
número 19 de la König-strasse, una de las calles más
tradicionales del barrio antiguo de Hamburgo.
Marta, su excelente criada, se preocupó sobremanera, creyendo que se
había retrasado, pues apenas si empezaba a empezar a cocinar la comida
en el hornillo.
"Bueno"- pensé para mí- , si mi tío viene con hambre, se va a armar la de
San Quintín; porque no conozco a otro hombre de menos paciencia.
-¡Tan temprano y ya está aquí el señor Lidenbrock! -exclamó la pobre
Marta, con arrebol, entreabriendo la puerta del comedor.
-Sí, Marta; pero tú no tienes la culpa de que la comida no esté lista
todavía, porque es temprano, aún no son las dos. Acaba de dar la media
hora en San Miguel.
-¿Y por qué ha venido tan pronto el señor Lidenbrock?
-Él lo explicará, seguramente.
-¡Ahí viene! Yo me escapo. Señor Axel, cálmelo usted, por favor.
Y la excelente Marta se retiró presurosa a su recinto culinario, dejándome
solo.
Pero, como mi timidez no es lo más indicado para hacer entrar en razón al
más irascible de todos los catedráticos, había decidido retirarme
prudentemente a la pequeña habitación del piso alto que utilizaba como
dormitorio, cuando se escuchó el giro sobre sus goznes de la puerta de la
calle, crujió la escalera de madera bajo el peso de sus pies fenomenales, y
el dueño de la casa atravesó el comedor, entrando con apresuramiento en
su despacho, y dejando al pasar, el pesado bastón en un rincón, arrojando
el mal cepillado sombrero encima de la mesa, y dirigiéndose a mí con tono
imperioso, dijo:
-¡Ven, Axel!
No había tenido aún tiempo material de moverme, cuando me gritó el
profesor con acento descompuesto:
-Pero,apúrate, ¿qué haces que no estás aquí ya?
Y me precipité en el despacho de tan irascible maestro. Otto Lidenbrock no
es mala persona, lo confieso ingenuamente; pero, como no cambie mucho,
lo cual creo improbable, morirá siendo el más original e impaciente de los
hombres.
Era profesor del Johannaeum, donde dictaba la cátedra de mineralogía,
enfureciéndose, por regla general, una o dos veces en cada clase. Y no
porque le preocupase el deseo de tener discípulos aplicados, ni el grado de
atención que éstos prestasen a sus explicaciones, ni el éxito que como
consecuencia de ella, pudiesen obtener en sus estudios; no, semejantes
detalles lo tenían sin cuidado. Enseñaba subjuntivamente, según una
expresión de la filosofía alemana; enseñaba para él, y no para los otros.
Era un sabio egoísta; un pozo de ciencia cuya polea rechinaba cuando de él
se quería sacar algo. Era, en una palabra, un avaro del conocimiento.
En Alemania hay algunos profesores de esta especie.
Mi tío no gozaba, por desgracia, de una gran facilidad de palabra, por lo
menos cuando se expresaba en público, lo cual, para un orador, constituye
un defecto lamentable. En sus lecciones en el Johannaeum, se detenía a lo
mejor luchando con un recalcitrante vocablo que no quería salir do sus
labios; con una de esas palabras que se resisten, se traban y acaban por
ser expelidas bajo la forma de un taco, siendo éste el origen de su cólera.
Hay en mineralogía muchas denominaciones, semigriegas, semilatinas,
difíciles de pronunciar; nombres rudos que lastimarían los labios de un
poeta. No quiero criticar a esta ciencia; lejos de mí profanación semejante.
Pero cuando se trata de las cristalizaciones romboédricas, de las resinas
retinasfálticas, de las selenitas, de las tungstitas, de los molibdatos de
plomo, de los tunsatatos de magnesio y de los titanatos de circonio, bien se
puede perdonar a la lengua más expedita que tropiece y se haga un
enredo.
En la ciudad era conocido por todos este excusable defecto de mi tío, por el
que muchos desahogados aprovechaban para burlarse de él, cosa que le
exasperaba en extremo; y su furor era causa de que arreciasen las risas, lo
cual es de muy mal gusto hasta en la misma Alemania. Y si bien es muy
cierto que contaba siempre con gran número de oyentes en su aula, no lo
es menos que la mayoría de ellos iban sólo a divertirse a costa del
catedrático.
Como quiera que sea, no me cansaré de repetir que mi tío era un
verdadero sabio. Aun cuando rompía muchas veces las muestras de
minerales por tratarlos sin el debido cuidado, unía al genio del geólogo la
perspicacia del mineralogista. Con el martillo, el punzón, la brújula, el
soplete y el frasco de ácido nítrico en las manos, no tenía rival. Por su
modo de romperse, su aspecto y su dureza, por su fusibilidad y sonido, por
su olor y su sabor, clasificaba sin titubear un mineral cualquiera entre las
seiscientas especies con que en la actualidad cuenta la ciencia.
Por eso el nombre de Lidenbrock gozaba de gran predicamento en los
gimnasios y asociaciones nacionales. Humphry Davy, de Humboldt y los
capitanes Franklin y Sabine no dejaban de visitarle a su paso por
Hamburgo. Becquerel, Ebejmen, Brewster, Dumas y Milne-Edwards solían
consultarle las cuestiones más palpitantes de la química. Esta ciencia le
debía magníficos descubrimientos, y, en 1853, había aparecido en Leipzig
un Tratado de Cristalogiafía trascendental, por el profesor Otto Lidenbrock,
obra en folio, ilustrada con numerosos grabados, que no llegó, sin
embargo, a cubrir los gastos de impresión.
Además de lo dicho mi tío era conservador del museo mineralógico del
señor Struve, embajador de Rusia, preciosa colección que gozaba de
merecida y justa fama en Europa.
Tal era el personaje que con tanta impaciencia me llamaba. Imaginaos un
hombre alto, delgado, con una salud de hierro y un aspecto juvenil que le
hacía aparentar diez años menos de los cincuenta que contaba. Sus
grandes ojos observaban a todas partes detrás de sus amplias gafas; su
larga y afilada nariz parecía una lámina de acero; los que le perseguían con
sus burlas decían que estaba imanada y que atraía las limaduras de hierro.
Calumnia vil, sin embargo, pues sólo atraía al tabaco, aunque en gran
abundancia, dicho sea en honor de la verdad.
Cuando haya dicho que mi tío caminaba a pasos matemáticamente iguales,
que medía cada uno media toesa de longitud, y añadido que siempre lo
hacía con los puños sólidamente apretados, señal de su carácter irascible,
lo conocerá lo bastante el lector para no desear su compañía.
Vivía en su modesta casita de König-strasse, en cuya construcción entraban
por partes iguales la madera y el ladrillo, y que daba a uno de esos canales
tortuosos que cruzan el barrio más antiguo de Hamburgo, felizmente
salvado del incendio de 1842.
Cierto que la tal casa estaba un poco inclinada y amenazaba con su vientre
a los transeúntes; que tenía el techo caído sobre la oreja, como las gorras
de los estudiantes de Tugendbund; que la verticalidad de sus líneas no era
lo más perfecta; pero se mantenía firme gracias a un olmo secular y
vigoroso en que se apoyaba la fachada, y que al cubrirse de hojas, llegada
la primavera, remozábala con un alegre verdor.
Mi tío, para profesor alemán, no dejaba de ser rico. La casa y cuanto
encerraba, eran de su propiedad. En ella compartíamos con él la vida su
ahijada Graüben, una joven curlandesa de diez y siete años de edad, la
criada Marta y yo, que, en mi doble calidad de huérfano y sobrino, le
ayudaba a preparar sus experimentos.
Confieso que me dediqué con gran entusiasmo a las ciencias mineralógicas;
por mis venas circulaba sangre de mineralogista y no me aburría, jamás en
compañía de mis valiosos pedruscos.
En resumen, que vivía feliz en la casita de la König-strasse, a pesar del
carácter impaciente de su propietario porque éste, independientemente de
sus maneras brutales, me profesaba gran afecto. Pero su gran impaciencia
no le permitía aguardar, y trataba de ir más aprisa que la misma
naturaleza.
En abril, cuando plantaba en los potes de loza de su salón pies de reseda o
de convólvulos, iba todas las mañanas a tirarles de las hojas para tratar así
de acelerar su crecimiento.
Con tan original personaje, no tenía más remedio que obedecer
ciegamente; y por eso acudía presuroso a su despacho.
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