Asesinato el express
Ivana7yApuntes11 de Mayo de 2023
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Agatha Christie
Asesinato en el Orient Express
Traducción de Eduardo Machado Quevedo[pic 7][pic 8]
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Murder on the Orient Express Copyright © 1934 Agatha Christie Limited. Todos los derechos reservados.
AGATHA CHRISTIE, MURDER ON THE ORIENT EXPRESS, POIROT y la firmadeAgathaChristiesonmarcasregistradasdeAgathaChristieLimited entodoelmundo.Todoslosderechosreservados.
IconosAgathaChristieCopyright©2013AgathaChristieLimited.Usados conpermiso.
Ilustracionesdelacubierta©Ed
TraduccióndeEduardoMachadoQuevedo
©EspasaLibrosS.L.U.,2015
Avda.Diagonal,662-664,08034Barcelona(España) www.espasa.com
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Primeraedición:septiembrede2015 ISBN:978-84-670-4541-3 Depósitolegal:B.14.798-2015 Composición:VíctorIgual,S.L. Impresiónyencuadernación:EGEDSA Printed in Spain -ImpresoenEspaña
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Capítulo 1
Un viajero importante en el Taurus Express
Eran las cinco de una madrugada de invierno en Siria. En la estación de Alepo estaba estacionado el tren que las
guías ferroviarias llamaban pomposamente el Taurus Ex press. Estaba compuesto por un vagón restaurante, un co che cama y dos vagones ordinarios.
Junto al estribo del coche cama se encontraba un joven teniente francés de resplandeciente uniforme, conver sando con un hombre embozado hasta las orejas, del que sólo podían verse la punta de una nariz enrojecida y los extremos de un enhiesto bigote.
Hacía un frío muy intenso y la misión de despedir a un distinguido forastero no era envidiable, pero el teniente Dubosc la cumplía como un valiente. No cesaba de pro nunciar frases corteses en el más correcto francés, aunque no tenía muy claro quién era aquel personaje. Habían cir culado rumores, como ocurre siempre en estos casos. El humor del general —de su general— había ido de mal en peor. Entonces había llegado ese belga, al parecer directa mente desde Inglaterra. Habían vivido una semana de tensión y luego habían ocurrido varias cosas. Un oficial muy distinguido se había suicidado, otro había pedido la baja; de los rostros preocupados había desaparecido re pentinamente la preocupación; se habían relajado ciertas precauciones militares y el general —su general— había rejuvenecido diez años de la noche a la mañana.
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Dubosc había oído parte de una conversación entre su jefe y el forastero. «Nos ha salvado usted, mon cher —decía el general con sus canosos mostachos temblando de emo ción al hablar—. Ha salvado usted el honor del ejército francés. ¡Ha evitado que se produjera un baño de sangre! ¿Cómo puedo agradecerle que accediera a mi petición de venir desde tan lejos?»
A lo cual el forastero (un tal Hércules Poirot) había con testado adecuadamente, incluyendo la frase: «¿Cómo po dría olvidar que en cierta ocasión me salvó usted la vida?». Entonces, el general había rechazado todo mérito por aquel servicio y, tras mencionar nuevamente Francia y Bélgica, el honor y la gloria de ambos países, se habían abrazado calurosamente, dando por terminada la conver sación.
En cuanto a lo ocurrido, el teniente Dubosc estaba toda vía muy a oscuras, pero le habían encomendado despedir a monsieur Poirot al pie del Taurus Express, y allí estaba, cumpliéndolo con todo el celo y el ardor propios de un jo ven oficial que tiene una prometedora carrera en perspec tiva.
—Hoy es domingo —dijo el teniente—. Mañana, lunes, por la tarde estará en Estambul.
No era la primera vez que hacía ese comentario. Las conversaciones en el andén, antes de la partida de un con voy, tienden siempre a repetirse.
—Así es —convino Poirot.
—¿Piensa permanecer allí algunos días?
—Mais oui. Estambul es una ciudad que no he visitado nunca. Sería una lástima pasar por ella comme ça. —Mon sieur Poirot chasqueó los dedos sonoramente—. Nada me apremia. Permaneceré allí como turista unos cuantos días. —Santa Sofía es muy bella —afirmó el teniente, que
nunca la había visto.
Una ráfaga de viento frío barrió el andén, y ambos
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hombres se estremecieron. Dubosc se las arregló para mi rar subrepticiamente su reloj. Las cinco menos cinco. ¡So lamente cinco minutos más!
Ante el temor de que el otro se hubiera dado cuenta, se apresuró a reanudar la conversación.
—En esta época del año viaja muy poca gente —dijo con la mirada puesta en las ventanillas del coche cama.
—Así es.
—¡Esperemos que la nieve no cierre el paso al Taurus Express!
—¿Sucede a menudo?
—Sí, aunque este año todavía no ha ocurrido.
—Entonces, confiemos en ello. La previsión meteoroló gica en Europa es mala.
—Muy mala. En los Balcanes abunda la nieve. —En Alemania también, según tengo entendido.
—Eh bien! —dijo el teniente Dubosc apresuradamente al ver que estaba a punto de producirse otra pausa—. Ma ñana por la tarde, a las siete y cuarenta, estará usted en Es tambul.
—Sí —asintió Poirot, y añadió desesperado—: He oído decir que Santa Sofía es muy bella.
—Magnífica, según creo.
Por encima de sus cabezas se descorrió la cortinilla de uno de los compartimentos del coche cama y una joven apareció al otro lado del cristal.
Mary Debenham había dormido muy poco desde que salió de Bagdad el jueves anterior. Ni en el tren de Kirkuk ni en el hotel de Mosul ni en la última noche de su viaje había podido dormir relajadamente. Ahora, cansada de estar despierta en la sofocante atmósfera del comparti mento, excesivamente caldeado, se había levantado para curiosear.
Aquello debía de ser Alepo. Sin el menor interés, natu ralmente. Sólo un largo andén, pobremente iluminado, en
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el que resonaban las vocingleras conversaciones en árabe. Bajo la ventanilla, dos hombres hablaban en francés. Uno era un oficial del ejército, el otro un hombre con unos bi gotes enormes. La joven sonrió. Nunca había visto a na die tan abrigado. Debía de hacer mucho frío en el andén. Por eso calentaban el tren tan exageradamente. La jo
ven trató de bajar la ventanilla, pero no pudo.
El encargado del coche cama se aproximó a los dos hombres. El tren estaba a punto de partir, los informó. Monsieur haría bien en subir.
El hombre se quitó el sombrero. ¡Su cabeza parecía un huevo! Mary sonrió a pesar de sus preocupaciones. Sin duda, se trataba de un hombre de aspecto ridículo. Uno de esos hombres insignificantes que nadie toma en serio.
El teniente empezó a despedirse. Tenía preparado un bello discurso y lo recitó de corrido.
Poirot, para no ser menos, contestó en tono parecido. —En voiture, monsieur —comentó el encargado del co
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