Aunque Siga Brillando La Luna
21 de Octubre de 2013
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Cuando por primera vez salieron del coche al aire de la noche, hacía tanto frío que Spender empezó a juntar la seca leña marciana y preparó una pequeña hoguera. No habló de celebraciones; recogió la leña, la encendió, y miró cómo ardía.
En el resplandor que iluminaba el aire enrarecido de aquel seco mar de Marte, miró por encima del hombro y vio el cohete que los había traído a todos, al capitán Wilder y a Cheroke y Hathaway y Sam Parkhill y a él mismo, a través de un oscuro y silencioso espacio estrellado hasta este mundo irreal y muerto.
Jeff Spender esperaba a que empezara el ruido. Miraba a los otros y esperaba el momento en que se pusieran a saltar alrededor y gritar. Ocurriría tan pronto como dejaran de sentirse aturdidos por ser los primeros hombres en Marte. Ninguno decía nada, pero
muchos de ellos esperaban quizá que las otras expediciones hubieran fracasado y que ésta, la cuarta, fuese la primera. No eran malintencionados, y sin embargo lo pensaban. Allí, de pie, pensaban en la fama y el honor, mientras los pulmones se les iban acostumbrando a la atmósfera enrarecida, casi intoxicante cuando uno se movía con demasiada rapidez.
Gibbs se acercó a la hoguera recién encendida.
- ¿Por qué no utilizamos el fuego químico de la nave en lugar de esa leña?
- ¿Qué más da? - respondió Spender sin alzar la mirada.
No estaría bien hacer ruido, en esa primera noche de Marte, introducir un aparato
extraño, brillante y tonto como una estufa Sería una suerte de blasfemia importada. Ya habría tiempo para eso; ya habría tiempo para tirar latas de leche condensada a los nobles canales marcianos; ya habría tiempo para que las hojas del New York Times volaran arrastrándose por los solitarios y grises fondos de los mares de Marte; ya habría tiempo para dejar pieles de plátano y papeles grasientos en las estriadas, delicadas ruinas de las ciudades de este antiguo valle. Habría tiempo de sobra para eso. Y Spender se estremeció por dentro al pensarlo.
Alimentó la hoguera moviendo las manos sobre ella como en una ofrenda a un gigante muerto. Habían descendido en la inmensa tumba de una civilización desaparecida. El más simple respeto exigía que pasaran en silencio esa primera noche.
- Esto no es mi idea de una fiesta. - Gibbs se volvió hacia el capitán Wilder -. Capitán, creo que podríamos repartir nuestras raciones de ginebra y carne y animarnos un poco.
El capitán Wilder volvió los ojos hacia una ciudad muerta a casi dos kilómetros de distancia.
- Todos estamos cansados - dijo con aire ausente, como si estuviese pensando en la ciudad y hubiera olvidado a los tripulantes -. Tal vez mañana por la noche. Hoy podemos estar satisfechos de haber recorrido todo ese espacio sin que algún meteoro atravesara las mamparas y sin perder un solo hombre.
Los tripulantes caminaban de aquí para allá. Eran veinte; apoyaban un brazo sobre el hombro de algún otro o se ajustaban los cinturones. Spender los observaba. No estaban contentos; habían arriesgado sus vidas en una gran aventura, y ahora querían emborracharse y gritar, disparar sus armas de fuego y mostrar así qué hombres admirables eran, hombres que habían abierto un agujero en el espacio y habían venido a Marte montados todo el tiempo en un cohete.
Pero nadie gritaba.
El capitán dio una orden en voz baja. Uno de los hombres corrió a la nave y volvió con unas latas de comida que se abrieron y Sirvieron sin mucho ruido. Los hombres de la tripulación comenzaron a hablar. El capitán se sentó en el suelo y contó para ellos la larga travesía. Ya lo sabían todo, pero era agradable oírlo ahora como algo superado y felizmente concluido. No querían hablar del viaje de vuelta. Cuando alguien lo nombró, los demás le dijeron que se callara. Las cucharas se movían al doble claro de luna; la comida sabía bien y el vino todavía mejor.
Hubo una pincelada de fuego en el cielo nocturno y un instante después el cohete auxiliar descendió más allá del campamento Spender observó cómo se abría la portezuela, y cómo Hathaway, el médico-geólogo (todos los tripulantes tenían dos especialidades, para ganar espacio en el cohete), salía y se acercaba lentamente al capitán.
- ¿Y bien? - dijo el capitán Wilder.
Hathaway clavó la mirada en las ciudades que centelleaban a lo lejos de la luz de las estrellas.
- Esa ciudad de ahí, capitán, está muerta y ha estado muerta durante muchos miles de años. Lo mismo se aplica a esas otras tres también en las colinas. Pero una quinta ciudad, señor, a tres cientos kilómetros de aquí...
- ¿Qué le ocurre?
- Hace una semana estaba aún habitada.
Spender se incorporó.
- Marcianos - dijo Hathaway.
- ¿Y dónde están ahora?
- Muertos - continuó Hathaway -. Entré en una casa. Creí que estaba vacía desde hacía
siglos, como esas otras ciudades y esas otras casas. Dios mío, cuántos cadáveres. Era como caminar en una pila de hojas de otoño. Ramas secas y cenizas de papel de diario, nada más. Y recientes. Esos cadáveres no tienen más de diez días.
- ¿Visitó alguna otra ciudad? ¿Encontró alguna cosa viva?
- Nada en absoluto. Así que fui a inspeccionar las otras ciudades. De estas cinco ciudades, cuatro han estado vacías durante miles de años. No sé qué puede haberles sucedido a las gentes del lugar. Pero en la quinta ciudad no había más que eso: cadáveres, miles de cadáveres.
- ¿De qué murieron? - preguntó Spender acercándose. - No lo creerá usted.
- Diga, ¿qué los mató?
- La varicela - dijo Hathaway.
- ¡Dios mío, no!
- Sí. Lo he comprobado. La varicela. Atacó a los marcianos como nunca ha atacado a los terrestres. Supongo que tenían otro metabolismo. Los quemó hasta ennegrecerlos, y los secó hasta transformarlos en copos quebradizos. Y sin embargo, fue varicela. Así que las tres expediciones, la de York, la del capitán Williams y la del capitán Black tienen que haber llegado a Marte. ¡Sabe Dios qué ha sido de ellos! Pero por lo menos sabemos qué les hicieron ellos involuntariamente a los marcianos.
- ¿No vio otras señales de vida?
- Es posible que algunos marcianos, si fueron listos, hayan huido a las montañas. Pero quedan muy pocos, y nunca serán un problema, puedo asegurarlo. Este planeta está acabado.
Spender se volvió y sentándose junto al fuego miró largo rato el movimiento de las llamas. «¡Varicela!, Señor, ¡parecía increíble! Una raza se desarrolla durante un millón de años, se civiliza, levanta ciudades como esas de ahí, hace todo lo que puede por ennoblecerse y embellecerse, y luego muere. Parte de esa raza muere lentamente, dentro del ciclo de su propia existencia, con dignidad. ¡Pero el resto! ¿Ha muerto el resto de los marcianos de una enfermedad de nombre adecuado o de nombre terrorífico o de nombre majestuoso? ¡No, por todos los santos, no! ¡Tenía que ser varicela, una enfermedad infantil, una enfermedad que en la Tierra no mata ni a los niños! No, eso no está bien, no es justo. ¡Es como decir que los griegos murieron de paperas, o los orgullosos romanos, de pie de atleta en sus hermosas colinas! ¡Si por lo menos les hubiéramos dado tiempo de preparar sus mortajas, de tenderse, de arreglarse, de encontrar alguna otra razón para morir..! ¡No esta sucia y estúpida varicela! ¡No concuerda con esta arquitectura, no concuerda con todo este mundo!»
- Bueno, Hathaway, coma usted algo.
- Gracias, capitán.
Y en seguida todo se olvidó. Los hombres hablaron entre ellos.
Spender los miraba fijamente, con el plato de comida entre las llanos. El suelo se
enfriaba. Las estrellas se acercaban, brillantes.
Cuando alguien hablaba en un tono demasiado alto, el capitán replicaba en voz baja, y
todos hablaban también quedamente, imitándolo.
El aire olía a limpio y nuevo. Spender no se movió durante un largo rato, disfrutando del
aire. Había en él muchas cosas que no podía identificar: flores, elementos químicos, polvos, vientos.
- ¿Y aquella vez, en Nueva York, cuando conseguí aquella rubia? ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, si! ¡Ginnie! - gritó Biggs -. ¡Ginnie!
Spender se endureció por dentro. Le temblaban las manos. Los ojos se le movieron detrás de las escasas y delgadas pestañas.
- Y Ginnie me dijo... - siguió diciendo Biggs.
Los otros rugieron.
- ¡Y le solté un tortazo! - gritó Biggs alzando una botella.
Spender dejó el plato en el suelo. Escuchó el viento fresco que le susurraba en los
oídos. Miró los blancos y helados edificios marcianos a orillas del mar seco.
- ¡Qué mujer, qué mujer! - Biggs se vació la botella en la boca abierta -. ¡Nunca hubo
otra igual!
El olor del cuerpo sudoroso de Biggs flotaba en el aire. Spender dejó que el fuego
muriera.
- ¡Eh, anima un poco ese fuego, Spender! - dijo Biggs echándole una breve ojeada y
volviendo en seguida a la botella -. Bueno, una noche Ginnie y yo...
Un hombre llamado Schoenke exhibió un acordeón y zapateó, al compás de la música,
levantando polvo alrededor.
- ¡Ajuuu! ¡Vivaaa!
- ¡Huii! - rugieron los otros.
Tiraron al suelo los platos vacíos. Tres de ellos se pusieron en fila y levantaron las
piernas como coristas, bromeando a gritos. Los otros aplaudieron y aullaron pidiendo algo más. Cheroke se, quitó la camisa y mostró el pecho desnudo, sudando mientras giraba como un torbellino. La luz de las lunas le brillaba en el pelo corto y en las mejillas jóvenes y bien
...