Barcelona, 1945
maxpujol4 de Diciembre de 2013
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Barcelona, 1945. Por todas partes, cicatrices de la guerra: familias amputadas, oscuros supervivientes, policías de la brigada político-social al acecho; un paisaje desolado, cercano a la avenida de Montserrat, con un barranco utilizado a menudo como vertedero; adolescentes desnortados, de problemático futuro, que crecen sin apenas control. éste es el ámbito en que se desarrolla Rabos de lagartija, y coincide en gran medida con el mundo novelesco ya conocido de Juan Marsé. De hecho, existen numerosas afinidades entre esta obra y la novela anterior del escritor barcelonés -El embrujo de Shanghai (1933)-, y ciertos componentes de Rabos de lagartija -entre ellos, el personaje de David Bartra- asomaban ya en alguno de los relatos contenidos en el volumen Teniente Bravo (1987). En lo esencial, Marsé ha sido fiel a sí mismo desde su primera obra, Encerrados con un solo juguete (1960), y, si en alguna ocasión se ha equivocado, lo ha hecho sin perder un ápice de su coherencia. Con el tiempo, el sarcasmo y la burla que impregnaban las narraciones del autor han ido suavizándose, perdiendo aristas, cargándose a la vez de un escepticismo teñido de nostalgia que encierra no pocos ingredientes poéticos.
Rabos de lagartija es un buen ejemplo de esta evolución. Subsisten los elementos de denuncia, la evocación de unos años de orfandad moral, sórdidos y grises, pero los perfiles son menos acusados. Víctor Bartra, el padre ausente, no posee la aureola mítica de los antiguos perdedores, y lo mismo podría decirse del aviador británico, heroico tan sólo en su leyenda, cuya fotografía conserva Rosa; el policía Galván parece un individuo siniestro -dada su función- y tal vez un torturador, pero su actuación con la pelirroja y con su hijo es de una sostenida y ejemplar delicadeza. Más aún: si se analiza con detenimiento, Galván, que pertenece al bando de los “vencedores”, ha llegado al puesto que ocupa tras una larga serie de claudicaciones y pérdidas que lo convierten en un “vencido” más, y hasta su oculta dipsomanía lo sitúa muy cerca del desaparecido Víctor Bartra. Por otra parte, sin quitar importancia al carácter crítico de la mirada, y aun reconociendo que algunos motivos de la historia aparecen desarrollados con notable brillantez -como la compleja personalidad del adolescente David Bartra, cuyas normas de conducta parecen gobernadas por las creaciones ficticias ajenas o propias en que se refugia-, lo cierto es que el meollo argumental de Rabos de lagartija reside en la relación entre Galván y Rosa la pelirroja.
Aquí no se trata ya, como en obras anteriores de Marsé, del contraste o el enfrentamiento entre clases sociales, sino de un progresivo acercamiento entre vencedores y vencidos -vencidos todos, al fin y al cabo- que al principio parecía imposible. La creciente atracción mutua que en ambos personajes se desarrolla nace del respeto y de la estima por las cualidades personales, al margen de las ideas políticas o de la posición sociológica de cada uno, y se verá perturbada por la radical interposición de David, capaz de inventar una historia probablemente falsa para separar a su madre del intruso, no tanto por respeto al padre ausente como por un problema de oscuros celos al que ni siquiera se alude. David, cuya infancia ha sido destruida por la guerra, representa un obstáculo para la reconciliación, de tal modo que su trágico final acaba por tener un valor simbólico. Como lo tiene, aunque tal vez no por propósito deliberado del autor, la elección del narrador: el segundo hijo de Rosa, nacido prematuramente y lleno de graves taras, cuyo carácter excepcional se acentúa porque Marsé le hace relatar casi toda la historia desde su vida intrauterina -algo a lo que ya se había atrevido un epígono de la picaresca, Antonio Enríquez Gómez, en su Vida de don Gregorio de Guadaña-, dando así la impresión de que la historia padecida sólo puede narrarse desde
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