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Blanca Y El Salvaje

lailitta9221 de Febrero de 2015

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BLANCA Y EL SALVAJE

Blanca tenía el pelo crespo y los ojos entre verdes y amarillos. Era linda, pero extraña. Andaba siempre como distraída y casi nunca hablaba. Ni siquiera aquel día en que la abuela llevó a Blanca y a todos los muchachos a bañarse al Pozo de las Corales, allá en el monte.

Los muchachos iban adelante preparando con sus cuchillos las horquetas para matar a las corales que siempre aparecían cerca del pozo. Las niñas les seguían haciéndoles fiesta. Atrás iba Blanca oyendo los ruidos del monte: los chillidos, los quejidos, las hojas susurrando. De vez en cuando, se detenía y volteaba porque le parecía que alguien la seguía. Unos ojos, una voz, una sombra entre las hojas reverberando con el sol de la mañana.

- ¡Vamos niña! _ gritaba la abuela, apurándola. Pero Blanca fue la última en llegar al pozo, la última en sacarse la ropa y la última en saltar al agua oscura y rumorosa. Y todavía allí, en medio del pozo, le parecía sentir alguien que la miraba, que alguien la llamaba desde los árboles altos.

- Es que en el monte sale el Salvaje, que hechiza a las niñas bonitas _ decían las muchachas del pueblo.

Y Blanca, acurrucada en una piedra donde caía el sol, con el pelo lleno de gotitas brillantes, veía los ojos de tigre y patas de venado cruzando sin ruido por entre el matorral.

En eso, un viento sopló y algo se le enredó en el cabello. Se levantó asustada y de su pelo crespo cayó una flor de Bucare. Miró hacía arriba. La alta copa del árbol, lleno de flores rojas, se mecía con el viento. Nada más…

Blanca no regresó nunca más al pozo, ni volvió a entrar en el monte.

- ¡Vamos, chica, vamos a bañarnos! – le decían las muchachas.

- ¡Vamos niña! _ insistía la abuela. Pero Blanca movía suavemente la cabeza y se quedaba sola en la casa silenciosa.

- Es que le tiene miedo al Salvaje _ se burlaban las muchachas.

- No, no le tengo miedo _ respondió Blanca un día, pero nadie la oyó.

Así pasó el tiempo. Por las tardes, Blanca salía al corredor. Se sentaba en la mecedora de la abuela y miraba a lo lejos, más allá del río, donde comienza el monte tupido. Y con el vaivén de la mecedora y el fresco pegándole en la cara, recordaba el claroscuro del monte y oía otra vez los chillidos y los quejidos y los susurros. Y si apretaba los ojos y respiraba cortito, le parecía también que alguien muy fuerte le elevaba por los troncos, arriba, hasta las ramas más finas desde donde veía el río y el pueblo y su casa, todo lejano y chiquito.

- ¿Qué le pasa a esa muchacha que está como ida? _ preguntó la abuela una tarde mirando a Blanca que se mecía sonriendo.

- ¡Nada, qué le va a pasar…! Son cosas de la edad _ respondió la madre.

- ¿Y no será que el Salvaje la está vajeando? Porque dicen que vajea a las muchachas igualito que una Tragavenado. Y cuando están bien bobas, las carga en su espalda greñuda y se las lleva al monte.

- Son cosas de la gente, nadie ha visto al Salvaje.

- Pues alguien lo habrá visto alguna vez, porque dicen que es peludo como un oso, mitad mono y mitad hombre, con ojos de tigre y patas de venado.

Y una tarde, un día después de haber cumplido quince años, cuando ya se había puesto el sol, Blanca desapareció. Nadie supo qué pasó. No se sintió ruido, ni voces, ni quejidos. Dice la gente que la abuela tenía razón. Que el Salvaje llegó silencioso, con pisadas de espuma, que se la echó a la espalda, cruzó el río caminando sobre las aguas y se metió en el monte hasta la casa en los árboles que había construido para Blanca. Que allí le da de comer frutas y semillas, que le adorna el pelo con flores y que le lame incesantemente las plantas de los pies.

Y nadie sabe si Blanca no regresa porque está débil y asustada o porque no quiere bajar del

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