Borges, Poeta Filosofo -Fernando Savater
javierperez20 de Abril de 2012
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Films
(Jorge Luis Borges)
Escribo mi opinión de unos films estrenados últimamente.
El mejor, a considerable distancia de los otros: El asesino Karamasoff
(Filmreich). Su director (Ozep) ha eludido sin visible incomodidad los
aclamados y vigentes errores de la producción alemana -la simbología
lóbrega, la tautología o vana repetición de imágenes equivalentes, la
obscenidad, las aficiones teratológicas, el satanismo- sin tampoco
incurrir en los todavía menos esplendorosos de la escuela soviética: la
omisión absoluta de caracteres, la mera antología fotográfica, las burdas
seducciones del comité. (De los franceses no hablo: su mero y pleno afán
hasta ahora, es el de no parecer norteamericanos -riesgo que les prometo
no corren-). Yo desconozco la espaciosa novela de la que fue excavado este
film: culpa feliz que me ha permitido gozarlo, sin la continua tentación
de superponer el espectáculo actual sobre la recordada lectura, a ver si
coincidían. Así, con inmaculada prescindencia de sus profanaciones
nefandas y de sus meritorias fidelidades -ambas inimportantes-, el
presente film es poderosísimo. Su realidad, aunque puramente alucinatoria,
sin subordinación ni cohesión, no es menos torrencial que la de Los
muelles de Nueva York, de Josef von Sternberg. Su presentación de una
genuina, candorosa felicidad después de un asesinato, es uno de sus altos
momentos. Las fotografías -la del amanecer ya preciso, la de las bolas
monumentales de billar aguardando el impacto, la de la mano clerical de
Smerdiakov, retirando el dinero- son excelentes, de invención y de
ejecución.
Paso a otro film. El que misteriosamente se nombra Luces de la ciudad, de
Chaplin, ha conocido el aplauso incondicional de todos nuestros críticos;
verdad es que su impresa aclamación es más bien una prueba de nuestros
irreprochables servicios telegráficos y postales, que un acto personal,
presuntuoso. ¿Quién iba a atreverse a ignorar que Charlie Chaplin es uno
de los dioses más seguros de la mitología de nuestro tiempo, un colega de las inmóviles
pesadillas de Chirico, de las fervientes ametralladoras de Scarface Al,
del universo finito aunque ilimitado, de las espaldas cenitales de Greta
Garbo, de los tapiados ojos de Gandhi? ¿Quién a desconocer que su novísima
comédie larmoyante era de antemano asombrosa? En realidad, en la que creo
realidad, este visitadísimo film del espléndido inventor y protagonista de
La quimera del oro, no pasa de una lánguida antología de pequeños
percances, impuestos a una historia sentimental. Alguno de estos episodios
es nuevo; otro, como el de la alegría técnica del basurero ante el
providencial (y luego falaz) elefante que debe suministrarle una dosis de
raison d’être, es una reedición facsimilar del incidente del basurero
troyano y del falso caballo de los griegos, del preterido film La vida
privada de Elena de Troya. Objeciones más generales pueden aducirse
también contra City lights. Su carencia de realidad sólo es comparable a
su carencia, también desesperante, de irrealidad. Hay películas reales -El
acusador de sí mismo, Los pequeros, Y el mundo marcha, hasta La melodía de
Broadway-; las hay de voluntaria irrealidad: las individualísimas de
Borzage, las de Harry Langdon, las de Buster Keaton, las de Eisenstein. A
este segundo género correspondían las travesuras primitivas de Chaplin,
apoyadas sin duda por la fotografía superficial, por la espectral
velocidad de la acción, y por los fraudulentos bigotes, insensatas
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